Ese olor

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Liturgia de verano (de mi IG)

Ese olor. Ese perfume de las tardes de verano en las que una niña con coletas rubias se asomaba sobre una encimera de formica -que imitaba malamente al granito- para ver cómo, al calor fuerte de una carmela, iban cambiando de color hasta casi mudar la piel.

Siempre la misma liturgia, la que seguía su madre, que entonces lucía un lunar en la frente -que se llevó una cirugía- y un roete prieto -que ha claudicado por la naturaleza rizada de su pelo-, y que ahora imita ella de manera innata: un plástico y un paño cubren aquellos recuperados de la plancha con dedos rápidos, para que suden y se desprendan de la piel con mayor facilidad. Y las manos metidas en faena, y el trámite de eliminar todo, de partirlos, de aliñarlos.

Ese olor. Ese olor que siempre estará compuesto de gotas de verano, con toques de nostalgia, con tintes de hogar y la sonrisa de una madre que le enseña cómo hacerlo bien.

Ese olor que es capaz de transportarle a cuando apenas ganaba un palmo a la encimera y las coletas doradas animaban su cara, siempre curiosa.

«Esto siempre me recuerda a ti, mamá», escribió en whatsapp acompañando una foto con tiras rojas en proceso de aliño.

Ese olor es el verdadero olor de la casa, de la memoria, de la familia. Tan sencillo, tan cotidiano, tan de verdad, que tiene que plegar recuerdos y enjugar las lagrimas ante tanta evocación. La de ese olor.

Sentidos entre(jazz)ados

Viernes en el Cambalache

El olor de los pimientos asándose léntamente en la tabla es capaz de trasladarme a la cocina de mi infancia, cuando pelaba pacientemente las chamuscadas verduras que luego se convertirían en un cotidiano manjar.

Curiosear, en un arranque de nostalgia, alguna vieja chuchería, y paladear viejos sabores, te hace retroceder a patios de colegio, a olores de lápices y gomas y coletas tirantes. Y los platos que descubriste en la curiosidad de los viajes te devuelven de nuevo a las sendas andadas, las culturas reconocidas, las vivencias acumuladas.

Los acordes de algunas canciones, me acercan amores furtivos, caricias inexpertas, sentimientos descubiertos y la certeza, entonces, de que había cosas para siempre, como ese amor que nos prometimos. Hay roces de piel que tienen banda sonora, de ésas que suenan en tu recuerdo, caricias que despiertan cosquilleos y erizan, trayendo de nuevo a tí un vértigo siempre nuevo pero siempre cotidiano.

Y hay imágenes capaces de sonar.

Es la magia que tiene la fotografía: puedes sentir cómo profanas la intimidad de unos músicos que se ensamblan en acordes no escritos, regalando, entre los licores de aquel bar, sus notas recién exprimidas. Ellos estaban allí y nosotros aquí, viejos amigos contando batallitas, pero mientras lo que nosotros hacíamos no trascendía, su música es capaz de llegarnos hoy, sólo viendo esta imagen y dejándonos llevar por todo el jazz que nos fluye.