La música esdrújula

Vetusta Morla en #nosinmusicaNo sé qué fascinación ejercen sobre mi, ni por qué. No sé si es la musicalidad, la robustez, la longitud, la tilde… Si pudiera, hablaría sólo en esdrújulas, a riesgo de ser pedante. Y de limitar mi vocabulario a sólo unas 600 palabras. Que a ver dónde cuelo yo un tetragrámaton o un carpetovetónico, sin que me tomen por loca.

Las esdrújulas son como un canto de la acentuación, es la fuerza del acento la que determina la palabra y nos hace resbalarnos sin vértigo desde una cima silábica. He amado en esdrújulas (romántico, también patético, escéptico, cómplice…), he flirteado en esdrújulas (sarcástico, humorístico, sin cópula) y me he carcajeado en esdrújulas.

Me pueden, me ganan, me arrollan, me divierten, me asombran. Exactamente lo mismo que me ocurre con Vetusta Morla, ese grupo que es capaz de poderme, de arrollarme, de divertirme, de asombrarme… Y más: de hacerme gritar hasta la ronquera canciones cómplices, de bailar al centímetro sones lunáticos, de sentir y desgranar cada frase, que tienen algo de caóticas, que tienen algo de cálidas.

Y todo lo que no tiene todo el sentido que le buscamos a las cosas acaba encajando. Y pensamientos que habías escuchado formando parte de un todo, tienen sentido sólo por si. Y canciones que cuentan las emociones de otros acaban siendo tus himnos personales en momentos puntuales, canciones que acabas asociando a personas a las que quieres, a momentos que disfrutaste, incluso a los cínicos que dejaste atrás.

Y termina siendo catártico. Cantar así, bailar así, botar así, fluir así… Las palabras que antes te han tocado el corazón, rebotan ahora y salen escupidas, con fuerza, con liberación, al son de la percusión, de la mano de la fuerza de la voz de Pucho. Y termina siendo eléctrico, dejar que tus pies se muevan, salten, al son de la percusión, al vaivén de las otras miles de almas. Y termina siendo romántico, por qué no, que uno de tus grupos de cabecera, ése que has visto a éste y al otro lado del océano, ése que has memorizado epidérmicamente, termine cantando en tu casa, en tu muelle, en tu mar, en tu noche de julio, uniendo lo áureo y lo doméstico.

Maldita Dulzura, El hombre del saco, Lo que te hace grande, Cuarteles de Invierno, Copenhage, Rey sol, La deriva… Tantas y no todas, nunca suficientes pero sí las necesarias. Sudadas, cantadas, arrolladas en una cálida noche. En casa.

#nosinmúsica! No, por favor. Porque las palabras que no existen nos puede salvar. Y porque las que existen, nos atrapan. Porque la música que nos llena, nos salva seguro. Porque voy a hacer en tu honor inventarios de pánico. Porque lo que anoche vivimos tiene mucho de desorden milimétrico. Porque la música es esdrújula, también. Y mágica, y catártica, y epidérmica.

Infinitas (y mágicas) combinaciones

La Canalla, en el Baluarte

La Canalla, en el Baluarte

Podrían ser una especie de versión sinvergüenza de Penélope, aquella que tejía y destejía cada noche una pieza de tela que nunca vería el final. Podrían ser, sí. Porque ellos tejen y destejen cada noche, cada concierto, piezas de música que nunca serán como el original. Porque un concierto de La Canalla nunca es igual a otro. Aunque tienen la habilidad de que siempre suenan como nunca.

Al final, la música no es más que eso: la infinita combinación de unas contadas notas; unas notas contadas que, en suma y tocadas por la mano mágica de unos enormes músicos, pueden emocionarte, hacerte reír, levantar el ánimo o hasta caer en la nostalgia. Y ellos la combinan como nunca -siempre distinto, nunca igual- porque en este mundo canalla, en esta religión que profesamos unos cuantos, la improvisación, el dejar fluir, el hacer música en mayúsculas es el principal dogma, junto a «no molestar y dejar vivir». Al final, se trata de lo mismo: dejar hacer.

Y no es fácil dejar hacer, sobre todo cuando se trata de música, porque podía llevar al caos y no a la armonía. Pero el magisterio de los tremendos músicos, la frescura y templanza de Chipi, y sobre todo las ganas enormes de disfrutar en ese momento de creación, de inspiración, hacen que la música fluya en mágicas y nuevas combinaciones. Como Penélope, tejiendo y destejiendo.

Así, pudimos atrapar y guardar para siempre –en el paladar y en la memoria– cómo sonó aquella noche Canasto y algodón, la Princesa de Bamako, Perico Papelas o la siempre maravillosa Mujer de fuego.  Que no es como sonaban en estos enlaces, ni como sonaron en otras noches también deliciosas, sino cómo sonaron el viernes, en el Baluarte, en Cádiz, en una cálida noche de agosto, cuando La Canalla estaba a gusto, y se le notaba, rodeada de amigos. En casa.

Los amigos, algunos de ellos, alimentaron esas nuevas versiones, aportando y enriqueciendo. Dame tinto y dime tonto sonaba distinto cuando la marquesa tenía las hechuras y la calidez de Pasión Vega. Y llévame a vivir contigo. Mariana Cornejo, quien no puede ser más Cádiz ni intentándolo, se marcó su maravillosa Maruja en Flor, cantando «por moderno», que mira que es difícil. Tu necesitas que te den, son son. Y el saxo de Pedro Cortejosa, cortejando a la melodía que se iba trazando y complementándose con la trompeta de Julián Sánchez, llenó de nuevos e increíbles matices a Gabriela y a Tes quiero mai lof.

Y cuando se deja hacer, también el carnaval supera al carnaval sin dejar de serlo. Porque los cuplés, los tradicionales cuplés de Los Guatifó, emergen distinto cuando la caja, el bombo y los pitos son sustituidos por la trompeta, la percusión, el contrabajo, el piano. El 3×4 que se viste de jazz o el jazz de 3×4 haciendo que todo suene  a lo de siempre pero tremendamente nuevo. De gran categoría.

Bienvenido y su historia de clases sociales, Palomar y su añejo Tango de Los Luceros, el de «A la plaza de abastos de esta gran población«, terminaron de sembrar la magia y arropar a La Canalla en una noche especial, caída incluída, una noche en la que todos nos sentimos tan a gusto como si estuviéramos donde mejor se está, donde están los amigos, los buenos momentos y la complicidad: en ese bar nuestro de cada día. Donde se tejen y destejen nuevas historias, las cosas de las infinitas combinaciones.

Rumbo a paraísos soñados

El clandestino del Puerto recaló en el Lope de Vega

Quizás sea difícil trazar mapamundis de sitios soñados en la baja espalda de una dama, sobre todo para quienes carecemos de toda destreza al mando de un lápiz o un pincel; pero más difícil se me antoja que, al socaire de estas historias que iban dibujándose ante nuestros ojos, las letras y las músicas despejen nuestro horizonte y nos lleve a paraísos soñados. Complicada travesía, la que nos tenían preparada La Canalla y Javier Ruibal por mares de coplas cien veces cantadas, por lugares recónditos que no aparecen en los mapas de la música estereotipada, por seductoras melodías y letras de una cotidiana riqueza que asombra.

En esa singladura pasamos por la Base de Rota y su Boca de Rosa (¡qué de tiempo!) por el Manhattan sin gloria, o esa paradisíaca Isla Mujeres que descubrí en lo recóndito de la vida de la mano de David Broza. Y como la magia de transportarte es inherente a la música, seguimos nuestra ruta sin planos, sin brújula, sin prisas por el Infinito universo de las cosas, acompañamos al «tirao» en sus aventuras y nos acompasamos con requiebros imposibles contando los lunares de un bambo. Y todo eso por el don de lenguas de Chipi, que domina el italiano (la única copla que canto en esta lengua a pesar de los peñazos de La Serenísima) y le pega al inglés de categoría; pero, sobre todo, porque las músicas que interpretan beben de cientos de mares, del sur de unos y otros continentes; y porque viajar no es más que saciar la curiosidad de conocer otras culturas, beber de otros ritmos, contaminarte de historias ajenas.

Súmenle la poesía («ay, si le hubiera entendido el día que me pidió: quiéreme un poquito menos pero quiéreme mejor»), la coherencia, el hiperrealismo que desborda Chipi (su dedicatoria-alegato en defensa de los estudiantes de Valencia llegó al cerebro y al alma). Súmenle la veteranía, la prestancia de Ruibal. Y háganse cargo de que aquella noche, en aquel teatro que no era el Falla pero casi (más de la mitad del público estaba-mos- censado más allá del peaje) se daban cita dos de mis devociones musicales, dos de los artistas cuyas letras soy capaz de tararear con devota actitud. Por eso se me hizo la magia y por ello no me hizo falta llegarle a encontrar un hilo a la historia o a esa propuesta conjunta. Y por eso hoy os lo cuento dejándome llevar por mucho de lo que allí sentí, rodeada de amigos, que la magia compartida tiene mucho más encanto y potencial.

Os dejo un resumen del concierto de agosto para que os hagáis una idea.

Lo que os hace grande

La fuerza del concierto

Esa noche cambiamos los ordenadores, las mesas, las notas de prensa, las prisas y las presiones por los vaqueros, las zapatillas, las cervezas y la música. Esa noche no éramos el equipo de comunicación (o parte) sino unas amigas que íbamos de concierto. Esa noche compartimos pizza, compartimos saltos, coreamos juntas y desfogamos tensión. Esa noche mis #queridasniñas demostraron que parte de lo que les hace grandes es que trascienden el trabajo, que comparten más que una labor, que se unen por lazos más gruesos que el mero «compañera de curro». Esa noche, como intento siempre, yo era una más, orgullosa de lo que allí viví y de lo que vivo cada día a su lado.

No sé si es muy ortodoxo ir de concierto con tu equipo porque nunca fui a escuelas de gestión, ni sé de liderazgo, ni tan siquiera me había planteado nunca dirigir un grupo tan grande de personas. Igual quienes saben de esto me dicen que no. Pero no albergo ninguna duda de que es fantástico encontrarte con personas que te aguantan, te sustentan, te complementan y se preocupan por ti fuera de terrenos laborales y disfrutar de la compañía de gente a la que quieres. Y de eso es de lo que se trató.

Así que nos unimos todas en una noche mágica, nos unimos a miles de gargantas que desgañitaban letras sin hueco para el olvido. Porque las canciones de Vetusta Morla se corean al unísono, las letras se tatúan en la mente y desde ahí, cuando también han pasado por el corazón y las entretelas, se derrochan a voz en grito, independientemente de si estás en el coche, en la ducha o rodeada de miles de personas. Estos conciertos tienen algo de catarsis colectiva, tienen algo de devota fascinación, tienen algo de dejarse llevar por una música y unas letras que remueven conciencias, que comulgan con tu cotidianidad, que rompen estereotipos, que suenan diferente.

Podría hablar de la fuerza del grupo, de cómo suena en directo (qué magia tiene la música en directo), de la sorpresiva potencia de Pucho, que gana en vivo, o de cómo en esos momentos te olvidas de todo y sólo actúas movida por la fuerza de las notas, por los ritmos de las baterías, por la marea de coros que fluye a tu alrededor. Pero muchos habréis ido a un concierto de estos y sabéis de lo que os hablo. La magia de éste fue la suma de todo eso y de lo que disfruté con Isabel, Lydia, Úrsula o María (y, por extensión, con Estrella, Sandra, Iara o Pilar). Y no era la #hembraalfa, no tomaba decisiones, no me comía la cabeza viendo de qué manera podía potenciar las competencias de cada una, tan distintas, tan complementarias, sólo cantaba, bailaba, saltaba y reía con mis amigas. Y eso nos hace grandes. Creo yo.

Aquellas semillas que germinan

Ruibal en concierto

No cumpliría los ocho años (igual ni los seis –soy tan mala calculando edades–) pero sus ojos claros y pizpiretos se elevaban cada poco para ver si comenzaba el concierto. De vez en cuando preguntaba a los padres, sentados en la primera fila: ¿cuándo empieza? Y mientras esperábamos –yo estaba allí, al lado– canturreaba descuidadamente las letras de Isla Mujeres, como un juego; una canción que venía grande a su pequeño cuerpo, a su aún poco nutrido vocabulario, a su recámara musical.

No sé si fue por la cara que se me quedó, entre asombrada y admirada, o, precisamente porque no le quitaba el ojo a esta pequeña rubiasca que compartía admiración y cancionero conmigo (quien le ganaba una buena porción de años) que me gané una explicación del padre: «en casa escuchamos mucho a Ruibal y a ella le encanta». Y abundó en que se sabía las canciones de memoria y que ya tenía alguna que otra foto con el artista, al que admiraba enormemente («en lo de la foto me gana», pensé. Nunca he tenido el arrojo suficiente como para pedirla).

Disfrutamos del concierto, separadas apenas por unos metros, y le echaba miradas furtivas. Y no podía más que sonreír al ver cómo seguía, tozuda, deshojando frases de las canciones mientras el maestro nos deleitaba con uno de sus conciertos (que son únicos, que tienen personalidad, que no se repiten, que tienen magia, aunque eso requiere de otra entrada). Y reflexionaba sobre lo importante que para los peques es el ambiente en el que crecen, la cultura de la que se rodean, las inquietudes que sus educadores son capaces de inculcarles, la curiosidad que cada día pueden despertar en ellos. Al final, todas son semillas que logran germinar haciendo personas más ricas, más inteligentes, más curiosas, más inquietas.

Aquella niña tenía edad de Cantajuegos, o de Patito Feo o de lo que quiera que escuchen ahora los niños de esa edad. Pero admiraba a un cantante que puede aportarle ritmos diferentes y mestizos, letras nada encorsetadas y de una enorme riqueza, y matices únicos. Igual a vosotr@s os suene pedante esa precocidad pero a mi me pareció un estupendo legado en la conformación de la personalidad de esa niña. Aunque probablemente me deje llevar por mi devoción ruibalista.

De estas reflexiones también disfruté aquella noche de La Mercè, en septiembre, en una Barcelona que siempre tiene la capacidad de fascinarme, con un Ruibal que nunca deja de removerme por dentro y con amigas con las que echamos risas y gastronomía. Creo que se puede pedir poco más. Y llevo tiempo queriendo contároslo.

Aquella noche en Cascais

El piano se hizo magia

No soy capaz de decir cuántas personas nos dábamos cita en ese hipódromo de Cascais, así que dejemos a un lado lo cuantificable, que nunca fue lo mío. Fuéramos las que fuéramos, vivimos en aquella noche –fría, húmeda– de julio una calidez indescriptible, que nos nacía en las entrañas, nos explotaba en la garganta, nos llevaba a danzar, ignorando el confort que ofrecían las sillas.

Probablemente, aquel concierto de jazz propiciaba una escucha sosegada, sentada, acompañando el compás con unos tímidos repiqueteos de dedos, con un movimiento rítmico de los pies. Probablemente, eso era lo que habían previsto los organizadores. O no. Pero lo que encontramos no fue nada de eso porque Jamie Cullum no es jazz, no es sólo jazz, no puede encorsetarse. Es música. En mayúsculas, con su tilde y con todo el respeto que despierta esta palabra y todo lo que significa para muchos, que no para todos.

La música puede hacer cosas increíbles: puede emocionar hasta la risa, hasta las lágrimas; puede arrinconarte en la melancolía o alegrarte la jornada, puede hacerte bailar y botar. Porque la música arrastra y cuando un músico de la talla de Cullum, tan pequeño, tan aniñado, hace de su piano un epicentro sísmico, consigue arrastrar a la multitud a paraísos soñados. Y ya no eres tú dueña de ti. Formas parte de ese universo único que dibuja con su maestría, con su voz, con su impecable ejecución, con su manera de sentir la música. Las notas, las escalas imposibles, los ritmos frenéticos, te toman, te llevan, te elevan, sintiendo cómo formas parte del todo, de esa comunidad, en esa noche mágica.

Y suceden momentos únicos, que paladeas en el momento, que guardas en lo mejor de tu memoria, que recuperas en ocasiones como hoy. Momentos en los que miles de voces son capaces de unirse en las mismas notas, en la misma armonía, en la misma voz. Momentos que hacen que sientas que aquella noche, en aquel sitio mágico, acompañada de personas especiales, viviste algo único que hizo que tu corazón se acompasara con los demás, que siguiera latiendo eufórico aún acabado el concierto. Y te hiciera recordar por qué merece la pena cruzar media península si el objetivo son ratos de felicidad. Aquel sí que fue un buen comienzo para unas vacaciones.

Os dejo en este vídeo el que, quizás, fue el momento más especial de todo el concierto. Llevo ese oh oh oh grabado en el pabellón auditivo, en la mente, en la retina, en las rodillas, en el paladar.