Primero y último

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Silla de confidente en Mérida (México) de mi IG

Fue el primer beso que le dio sabiendo que le quería. Antes vinieron otros muchos pero ninguno tenía ese sabor de la certeza y, si acaso, estaban salpimentados con deseo, ansias, ilusión y ganas.

Éste daba diana en la papila del amor, si es que hay alguna especializada en esa detección -y que complemente las que alertan sobre el dulce, el salado, el ácido y el amargo-; o si acaso se trató de una activación simultánea de todas a la vez, como una traca inabarcable, como si el amor no fuera más que una mezcla más o menos homogénea de todo lo que se puede degustar. Hay veces en que gana lo amargo.

Pausado, detenido, dulce. Un beso que removió todo su cuerpo, ya removido entre sábanas deshechas; que llegó a sus entrañas y regresó a su mente, mientras intentaba mandar órdenes de recolocación inmediata.

«Me ha alegrado verte», acertó a decir.

Fue el primer beso que le dio sabiendo que le quería. Y que sería justamente el último.

Lo que une

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Pájaros en una playa de Holbox (TC)

Lo que une no es una café a media mañana o llevarme las bolsas del supermercado. Lo que une no es amanecer sin prisas ni programar un fin de semana fuera. Anda ya. Tu teoría hace aguas por todos lados porque nada de lo que incluyes en ese catálogo de acciones por evitar acrecienta más estos lazos, los mismos que te estorban, los mismos que te aprestas a desligar.

Lo que une es que me transmitas tu ternura infinita preparando un regalo a tu princesa. Lo que une son las cervezas a porta gayola y los gazpachos esperando el regreso de un duro día. Lo que une son las risas, el Pali, la copla a voz en grito, las caóticas listas del spotify, los silbidos si hay problemas, la colección de piernas sesteantes, ésa que ya ha desaparecido.

No une lo convencional, lo que tú crees que conforma pareja, cualquier pareja, todas las parejas. Eso es lo de todos y puede llegar a ser monotonía y termina por desunir. Une la amistad, siempre: la manera excepcional o peculiar o de cada uno de ver la realidad juntos, aunque sea a cachos, aunque no sea siempre, o -gracias a Dios-, porque no siempre es siempre. Une las cosas que nos hacen sonreír y nos las contamos, las que duelen y nos la contamos, los entresijos por los que nos hacernos partícipe el uno de las cosas del otro, también de los demonios. Une lo que somos juntos el tiempo en que decidamos juntarnos para lo que quiera que decidamos juntarnos. Y el sexo si es con piel. Y los besos en la espalda. Y las apoplejías con las conversaciones sobre lo que une.

Ni siquiera une ir cogidos de la mano. Ni los cepillos de dientes, que duran un segundo en estar en el cubo de la basura. Ni «mis» gafas sobre el escritorio. Te has empeñado en huir de lo que une bajo una premisa errónea, porque mientras fintabas lo que no significa nada se fueron tejiendo otras redes; pero es que ¿sabes? ésas son inevitables, por muchas barreras que se pongan. La buena noticia es que se han deshecho ya.

Porque frente a todo eso que une, o que unía, hay más cosas que desunen, o que han desunido: esa agonía de evitar lo que une, esa alerta constante que te hace vivir como en un campo de minas, ese bloqueo que impide sola, simplemente estar. Desune no creer, no querer, no vivir, no apostar, no valorar la generosidad de estar ahí -apostando, viviendo, creyendo-. Desune sentir que todo eso no te merece la pena.

Los que no daremos

La Caleta

La Caleta

Los besos que no nos dimos duermen sobre alguna roca. O igual los arrancó el levante justo cuando iban a zarpar a los labios del contrario. Tal vez se cayeron en alguna conversación, de esas interminables, de esas sobre todo y sobre nada, mientras jugábamos a no sentir, a no pensar, a no pasar.

Los besos que no nos dimos esperan a ser descorchados, al igual que tantos vinos que aún nos quedan por probar. Incluso a ser descubiertos, como esa lista de manjares pendientes de paladear. Esperan a ser vividos, como tantos días de playa que quisieron ser y no fueron.

Los besos que no nos dimos quedaron colgados de una cancela, a la vera de la Puerta Real, donde no llegaron a protagonizar despedida o bienvenida alguna. Puede que también quedaran a la deriva, entre olas y barquillas; o entre columnas blancas y las luces intermitentes de un faro. O fueron desechados sin más en alguna tasca, entre cáscaras de caracoles y serrín.

Los besos que no nos dimos quien sabe dónde anden, quién sabe a quién les pesen, quién sabe si volverán, por mucho que ellos aguarden. Los besos que no nos dimos son los daños colaterales de andar descompasados, son las víctimas de no coincidir en el espacio y el tiempo, son damnificados de la indecisión.

Los besos que no nos dimos son eso, besos en pasado, besos que no existieron, besos que no hicieron estremecerse a ninguno, besos que no jugaron con la risa y con los nervios, besos que no nos hicieron descubrirnos al otro.

¿Qué será de los pobres besos que no nos daremos?

Besos como proclamas

Días en rouge

Días en rouge

No volaron mariposas en la tripa pero sí el vértigo de volver a sentir. No era el preludio de nada grandioso ni perdurable pero sí darle una oportunidad a lo que quisiera que llegara a ser (o a no ser). No fue un gran beso, apenas uno rápido, que sonaba a trámite aderezado con excusas, pero arrancarlo fue todo un manifiesto, arraigado de convicciones: no iba a dejar de intentarlo.

No, no iba a desistir por mucho que el corazón apenas se hubiera ensamblado desde la última vez que se hizo añicos. Las cicatrices no podían extenderse hasta sus ilusiones. No debía volver a dejar que ese hielo, ciertamente protector, terminara siendo su hogar, por muy cómoda que se hubiera sentido durante años en ese invierno. No podía dejarse vencer; tampoco por los que pisotearon su entrega. Apretó los puños y se dijo «volveré a caerme con todo el equipo».

Y con esa conciencia de montaña rusa estampó ese beso. Y se quedó en sólo eso. No dio para más. Y nadie más supo que sí; que fue mucho más: la proclama de que no iba a darse por vencida. A pesar de las veces que pisotearon su entrega. A pesar de que volvió a caerse con todo el equipo.

Pequeños universos

Sofá abrazador. Mi rincón

Uno de mis universos

Hay pequeños universos que son grandes porque albergan todo lo que tú eres y esperas, donde te sientes a salvo, donde tienes a mano tus cosas preferidas, donde la paz merodea y te recoge a oleadas. Hay universos que están hechos de cosas cotidianas como un sofá, unos libros, una colección de discos, un viejo delantal, fotos, un peluche en el que lloraste todos los desamores de la pubertad. Hay universos que están aquí, escondidos en una vieja calle, que son un secreto que compartes con unos pocos. Hay universos que están construidos a pedazos, los que has ido trayendo de los mundos que has descubierto, de los puertos a los que te ha llevado tu curiosidad, y que han ido encajando en una amalgama de colores y culturas que no son más que pedacitos de recuerdos de todo lo que te ha traído hasta hoy, hasta ahora, tal cual, y no de otra manera. Hay pequeños universos que son en sí un descanso y un refugio: el lugar al que terminas llamando hogar.

Hay pequeños universos en los que uno es más uno mismo (y traigo esta reflexión de Ángel Gabilondo, una delicia), donde no teme encontrarse con quien es, donde hay recuerdos, esperanzas, soledades…

Pero también hay pequeños y grandes universos que no tienen una ubicación física, que pueden ser hasta errantes. Pequeños universos  (y también grandes) que surgen cuando las risas y la complicidad con amigos abren un paréntesis (qué importante son los paréntesis) en nuestro día a día, cuando un hombro recoge tus pesares y una mirada sirve para decirte «aquí estoy, sólo silba». Pequeños universos (y también grandes) que están allí donde se encuentran las caricias, los besos, las esperanzas y los deseos; donde se comparte un exquisito menú o un trozo de queso. Pequeños universos (y también grandes) que suelen tener banda sonora . Y donde tú no dejas de ser tú porque más bien vas al encuentro de quienes te hacen también ser tú. O el tú que eres precisamente porque tienes todos esos universos.