Paso-inspiración-barrida

De Cómo subí a las Torres de Serrano

De cómo subí a las Torres de Serrano (foto de Clara Benedicto vía Flfickr)

 Cuando barría las calles, lo hacía despaciosamente, pero con constancia; a cada paso una inspiración y a cada inspiración una barrida. Paso—inspiración—barrida. Paso—inspiración— barrida. De vez en cuando, se paraba un momento y miraba pensativamente ante sí. Después proseguía paso—inspiración—barrida.

Mientras se iba moviendo, con la calle sucia ante sí y la limpia detrás, se le ocurrían pensamientos. Pero eran pensamientos sin palabras, pensamientos tan difíciles de comunicar como un olor del que uno a duras penas se acuerda, o como un color que se ha soñado. Después del trabajo, cuando se sentaba con Momo, le explicaba sus pensamientos. Y como ella le escuchaba a su modo, tan peculiar, su lengua se soltaba y hallaba las palabras adecuadas.
—Ves, Momo —le decía, por ejemplo—, las cosas son así: a veces tienes ante ti una calle larguísima. Te parece tan terriblemente larga, que nunca crees que podrás acabarla. Miró un rato en silencio a su alrededor; entonces siguió:

—Y entonces te empiezas a dar prisa, cada vez más prisa. Cada vez que levantas la vista, ves que la calle no se hace más corta. Y te esfuerzas más todavía, empiezas a tener miedo, al final estás sin aliento. Y la calle sigue estando por delante. Así no se debe hacer.
Pensó durante un rato. Entonces siguió hablando:
—Nunca se ha de pensar en toda la calle de una vez, ¿entiendes? Sólo hay que pensar en el paso siguiente, en la inspiración siguiente, en la siguiente barrida. Nunca nada más que en el siguiente.
Volvió a callar y reflexionar, antes de añadir: —Entonces es divertido; eso es importante, porque entonces se hace bien la tarea. Y así ha de ser. Después de una nueva y larga interrupción, siguió: —De repente se da uno cuenta de que, paso a paso, se ha barrido toda la calle. Uno no se da cuenta cómo ha sido, y no se está sin aliento. Asintió en silencio y dijo, poniendo punto final:                                       —Eso es importante.

En múltiples ocasiones echo manos de las enseñanzas de Beppo El Barrendero, uno de los amigos de Momo, esa niña protagonista de un libro que marcó mi juventud. Muchas veces. Cuando he tenido que enfrentarme a las muletas y las distancias cargando con mi cuerpo eran un mundo, recuperaba este fragmento que guardo siempre a mano y así, paso a paso, terminaba coronando todas las etapas. Cuando los problemas son inabarcables es bueno desmenuzarlos con esta sabia fórmula del paso-inspiración-barrida. Incluso cuando los retos a los que te enfrentas se te antojan imposibles, la mejor opción es hacerlo así.

Este fin de semana he visto que puede que La pesca del salmón en Yemen sea un sueño loco, pero no deja de ser una aventura que merece la pena. Y por ello os recomiendo esta película que hace aflorar el optimismo, un bien importante en los tiempos que corren; que deleita la vista por la fotografía y lo cuidado de la escena; que pinta sonrisas con situaciones y diálogos inteligentes y divertidos (la jefa de prensa del Primer Ministro es todo un personaje) y que redescubre la magia cuando sólo queda rutina. Y hoy no dejo de pensar en esta asombrosa empresa que nos cuenta esta película y, salvando las distancias con la ficción, siento que comparto con esos protagonistas la excitación y el vértigo de tener por delante un proyecto  grande.

Así que, una vez más, imprimiré el ritmo paso-inspiración-barrida a mi día a día. Y, nunca sola, tocará echar horas, aprender a destajo, afrontar nuevas situaciones para contribuir a un proyecto que pretende construir una sociedad más justa. Se nos va mucho en esta batalla y es mayor la responsabilidad así que antes de que comience a hiperventilar, repetiremos el mantra: paso-inspiración-barrida… Hasta que nos demos cuenta de que hemos terminado la calle.

La pieza que faltaba en mi rompecabezas

Sólo éramos tres amigas que apurábamos la vida universitaria compartiendo piso y vivencias. Sólo éramos tres amigas que apuntábamos inquietudes cinéfilas y literarias por las que cambiábamos noches de botellona. Sólo éramos tres amigas que una noche -hace algo así como trece años ¡Madre del cielo!- salimos entusiasmadas por una joya que acabábamos de disfrutar. Fue en versión original, en los cine Avenida, tan a mano, tan distintos, tan nuestros.

No había vuelto a ver Chasing Amy desde entonces. Y hace unas semanas la recuperé por extraños caprichos del destino -vino con una colección de un periódico- cuando la había buscado por cielo y tierra recogiendo siempre la respuesta de su descatalogación. No había vuelto a ver Persiguiendo a Amy desde entonces y, aunque probablemente yo no sea la misma de aquella época y la película denote el paso de los años -más que nada, en la estética- volví a sentir mucho de lo que hace trienios esta historia me movió.

Y mira que es una película sin pretensiones, tal y como apuntó mi amigo Guille, pero con un guión original, unos diálogos inteligentes, enlazados con mimo, salpicada de guiños frikis que la hacen más encantadora. Persiguiendo a Amy es un canto a lo distinto, a la libertad, a la huida del encorsetamiento pero también es la constatación de cómo los prejuicios acaban desmoronando las mejores intenciones. Es una historia sencilla, de errores, de celos, de amistad, de amor.

Descubrirse como persona, conocerse y tomar determinadas sendas no es tarea fácil («Igual a ti te dijeron que tu camino era de A a B pero a mi no me dieron un mapa» oímos en uno de los diálogos más encendidos) y las frustraciones y los temores asoman cuando se emprenden caminos que no son los habituales. No, definitivamente, amar no es fácil. Y en ocasiones, o la mayor parte de las veces, es demasiada la generosidad que requiere perdonar, olvidar y no mirar atrás, a pesar de tener la constancia de que el otro es «la pieza que le faltaba» al rompecabezas de la vida. Y llega la melancolía, el arrepentimiento y esa sensación de estar siempre «buscando a Amy» (quien lo apunta es el propio director Kevin Smith, en uno de sus habituales cameos en películas propias como Bob el silencioso).

Pues eso, que he vuelto a ver la película 13 años después. Y la he vuelto a saborear, ya sin mis dos amigas al lado y con algunas vivencias engordando la pátina de mi propia vida. Y he vuelto a sentir que el cine no tiene que ser ostentoso, ni costoso, ni espectacular para moverte por dentro. Porque son este tipo de sensaciones que llevan a pegarte a la pantalla, que te hacen llorar o reír, las que hacen que merezca la pena.

P.D. Si os gusta ésta, no os perdáis Dogma, otra de las pelis de este director con un cameo espectacular, por el personaje y por su papel.