Enlazadas por las palabras

«Ya tienes edad para leer a Camus», y con esta frase iniciática puso en mis manos sus obras completas que devoré antes de poder ir a un bingo o conducir. Ya antes me había surtido con devoción fascicular de la primera biblioteca Alfaguara que fue coleccionando para mi y que me permitió cuando era prepúber, púber y postpuber libros que me han marcado aún hoy como «Momo», «La Historia Interminable», «Matilda», «Cuando Hitler robó el conejo rosa», «Las Brujas», «El pequeño Nicolás». Aún conservo esta primera biblioteca que forma parte de mi actual biblioteca como un prólogo acotado y naranja de todas las lecturas que vinieron después.

Desde que escribí una lista de la compra con apenas tres años donde un dificultoso «Taifol» sigue dando un toque exótico a la enumeración de vituallas cotidianas y cuyo original conservaba orgullosa, mi relación con mi tía Mari Paz siempre ha estado enlazada por palabras, por palabras escritas, por las que le hacía llegar en postales pero, sobre todo, por las palabras que han ido y venido en los libros que hemos compartido, que nos hemos regalado, que nos hemos prescrito y que hemos comentado. Libros que siguen formando estalagmitas en su salita en un orden que sólo ella conocía pero que le permitía identificar sin dudar dónde estaba aquél que andaba buscando. Libros que daban calidez a una cueva de historias, acotadas en esta pequeña habitación, que solía ojear con curiosidad buscando algún nuevo descubrimiento o alguna curiosidad a rescatar. Libros con los que me fue llevando de la mano en mi vida lectora y que nos fue nutriendo en lo individual y en nuestra particular relación tía-sobrina.

Probablemente nuestra pequeña historia con los libros no esté reflejada en «El infinito en un junco», la obra que actualmente ocupa mi mesilla y mis robados momentos de lectura, pero bien podría estar. Porque este ensayo desprendido de toda prepotencia y aridez no es más que una declaración de amor a las palabras y a su recolección en el formato libro, que nos ha alimentado desde las tablillas y los papiros. Por eso, en cada idea que se recoge en esta historia y que paladeo con admiración, se me viene a la cabeza mi tía Mari Paz y su amor por las palabras; mi tía Mari Paz y cómo me supo contagiar de su amor por las palabras.

Me imagino los cuerpos de Levy, esos que están descomponiendo su mente, como unos bichos comepalabras que se han ido alimentando de todas las que se acumularon en su memoria, en sus recuerdos, en los resquicios donde se localizan las cosas que de verdad nos hacen felices; y que en esta bacanal devoradora han provocado que ella ya no se reconozca ella como la lectora voraz que ha sido. Pero yo la sigo mirando como la persona que me cogió de la mano en mi vida lectora, la que me dijo «ya tienes edad para leer a Camus» y me enseñó a amar los libros, un amor que reconozco en cada resquicio de «El infinito en un junco» y que me habría encantado que ella hubiera podido leer porque se sonreiría en cada página como yo lo he hecho .

(Necesitaba escribir esto hace unas semanas, que sea el Día del Libro sólo me ha empujado a hacerlo en este marco, a modo de homenaje)

Faltriquera de supervivencia

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Imagen en una calle de Cádiz. Foto de Anago Gutiérrez

Quizás sea porque aún sigo en shock por ver cómo el shock puede que esté orquestado; quizás sea porque la lectura de La Historia Interminable, ese libro que marcó mi adolescencia, me hizo cuidarme de las ciénagas de tristeza que te hacen sentirte tan mal que siempre acaban devorándote; quizás sea porque más tarde Harry Potter trajo a mi vista y mi imaginación a aquellos dementores que te absorben la esperanza y los pensamientos positivos; pero creo que hay enemigos que acechan, malos muy malos que quieren arrebatarnos lo poco que nos queda: la esperanza, la sonrisa. Una vez conseguido, estaremos vencidos, a su merced.

Quizás sea por todo eso, o quizás no, pero como los héroes de mis novelas, estoy empezando a hacer acopio de un arsenal de armas fuertes, invencibles; armas capaces de sacarnos de la ciénaga, cuando estemos a punto de sucumbir; que puedan alejarnos a los dementores, en ese momento en que nos vayan a dar el beso mortal; que mantengan nuestros mejores atributos, prácticamente los únicos ya, a salvo de tanto embate mortal.

De esta forma, cuando entro en bucle, cuando me siento encima la nube negra que llevaba el indio de Lucky Luke, saco de mi particular faltriquera algunos de los ingenios que he ido acumulando; a saber: las mesas y sobremesas con los amigos, a veces filosofando, a veces inventando chirigotas imposibles que nunca vieron la luz -lo cual agradece nuestra imagen-; las confidencias y los gestos con los que no hace falta hablar; los paseos y atardeceres, también algunos amaneceres; las risas, el humor, el ingenio por whatsapp, line y hasta sms; las callejeras, el concurso; los ratos con Guille, con Carmen, con Carlos y sus conversaciones de personita mayor; los libros que huelen y te transportan. Y la música, siempre la música, ésa que es capaz de movernos y removernos, de retorcernos de melancolía o aportarnos el subidón que merecemos.

Yo, de vosotros, iría también haciéndome con uno de éstos porque el invierno está llegando, porque dejarnos abatir por el pesimismo no es más que ponernos a merced de todos los que quieren quitarnos el reino que construimos y que, frente al de mis libros, era de verdad. Y como saber que estáis al otro lado cuando hace falta es otro de mis alicientes, espero que sigamos viéndonos por aquí o por donde se tercie otro año más. Espero que siga habiendo tocamiento de palmas, allegados que publiquen librosmaestros que sigan creando y citas a las que no faltar. Porque todo avituallamiento es poco para lo que nos espera.

Así que os he dejado aquí mis cosas favoritas, al más puro estilo de María en Sonrisas y Lágrimas. Faltarán algunas o incluso muchas pero no era plan de ponerme pesada.

Y como wordpress se ha currado estas estadísticas, pues también os las dejo no sin antes prometer que en breve dejaré de escribir mis cosas y retomaré los casos por los que nació este blog.

Aquí hay un extracto:

600 personas llegaron a la cima del monte Everest in 2012. Este blog tiene 5.900 visitas en 2012. Si cada persona que ha llegado a la cima del monte Everest visitara este blog, se habría tardado 10 años en obtener esas visitas.

Haz click para ver el reporte completo.

Higiene mental

Planes de domingo o intentar ser normal

Ay, que al final está pasando lo que me temia: que sólo me acerco aquí muuuy de tarde en tarde y para contar mis otras cosas. No mis experiencias y mis reflexiones del trabajo, no; ésas que iban a ayudar (o no) a los demás, sino todas las demás pamplinas, inquietudes y válvulas de escape.

Así que éste, mi rincón, se llena de música, de libros, de pensamientos, incluso de periodismo; y parece que huyo (más consciente que inconscientemente) de todo lo que tenga que ver con mi trabajo. Y ustedes lo entenderán, ¿no? Cuando una faceta de tu vida te come prácticamente el 100% de ésta, el poco tiempo que te queda (o que te obligas a que te quede) prefieres desconectar del todo. Lo hago aquí y en mi vida.

Hay veces que me asomo al twitter para decir una pamplina, de las mías; aun a riesgo de parecer frívola. En ocasiones me lo pienso, lo de si poner ciertas cosas o no. Pero así soy yo. Y mi twitter es mío. Y no tengo por qué cortarme. Porque necesito del humor, porque es como la válvula de las ollas exprés, ésas que corrigen la presión para que no termine explotando.

Y si vieran mi vida: las horas a las que llego a casa, cuando me pongo a escribir (siempre a deshora y después de haber buscado un rato para ir al gimnasio y haber descubierto que los yogures con fecha de caducidad cumplida de un mes son el comodín perfecto cuando no hay cena) podrán ponerse en mis zapatos y entender por qué acabo escribiendo de los temas que, en principio, eran accesorios, y dejo a un lado los que pretendían ser vertebrales. Me convenzo de que es un excelente ejercicio de higiene mental cuando no tengo la certeza que no soy muy normal.

Y en estas contadas horas en las que no pienso en lo único (y no, no es el sexo, más quisiera), ya con el pijama y dejando en la cómoda los marrones y preocupaciones, en éste autodeterminado ejercicio de higiene mental que me he impuesto, tengo algunos refugios que suelen ser infalibles. Los más seguros son mis amigos, con sus reflexiones serias y las risas a mansalva, sus bucles y las complicidades. Si es que no, tengo a mano siempre una dosis de música, de cine, de series de TV, de libros; incluso hubo un tiempo en el que hacía punto (contar dos del derecho y dos del revés no dejaba sitio en mi mente para mucho más). Incluso la odisea de mantener una cotidianidad es un buen remedio: llegar siempre a deshora al súper, apurar minutos para conseguir que me depilen sin que cierre, poner lavadoras, planchar, ordenar… O me asomo por la red.

Y una parada obligada es el mundo de Jomeini, son las historias de Terro y Susanita, en sus confesables momentos con la depilación (cuánta solidaridad)… En ocasiones acabo a carcajadas porque tiene lo mejor del humor; a saber: seríe de sí misma, advierte su vida y las situaciones con las que tropieza con esa mezcla de ironía y mordacidad; y la cuenta con desparpajo. Por eso no tengo ninguna duda de que me voy a tirar a la tienda a por su nueva obra, el spin of de su blog. Porque si uno de los libros que tienes a manos para escapar de toooodo lo que te pesa tiene lo mejor de Jomeini, es un refugio seguro.

Periodismo en vacaciones

Justo ayer. Hablaba con un amigo sobre un intento de ligar conmigo (de un tercero) y de lo poco original que había sido y me preguntó:

– ¿Y cómo tendría que haberte entrado?

No tengo mucha idea de cómo tendría que haberlo hecho (el desentrenamiento tiene estos efectos) pero sí que estoy segura de cómo no… Y era justo así…

Eso mismo me pasa con el periodismo, en una época de tanta incertidumbre, de tanta indefinición, en un momento crucial en el que tiene que redefinirse o morir: no estoy segura de cómo ha de ser y de qué manera influye toda esta vorágine que se lo está zampando, pero sí que tengo claro cómo no ha de ser. Periodismo no es vender morbo gratuitamente. Periodismo no es obviar lo que está pasando por el interés propio. Periodismo no es saltarse normas y leyes. Periodismo no es cortar y pegar noticias enlatadas. Periodismo no es seguir la dinámica de la no-noticia (el periodismo se nutre de hechos y ¿una declaración lo es?).

Llevo unas vacaciones dicotómicas y contradictorias (no podría ser de otra manera, vivo en una contradicción constante). Me he propuesto desconectar en serio y eso sólo puedo conseguirlo despegándome de mi realidad diaria: de la lectura de mis seis periódicos, de la escucha de mis matinales de radio, de los informativos de televisión; pero, en cambio, son las vacaciones en las que más me he empapado de periodismo: en mis lecturas, en mis películas re-vistas, en mis conversaciones (los periodistas somos seres endogámicos que nos rodeamos de periodistas y hasta nos emparejamos para no dejar de hablar de nuestra pasión)… Pero la tromba de periodismo, con mayúsculas y a granel, me ha llegado de la mano de The Newsroom, una serie sobre una redacción de un informativo nocturno de televisión y sobre todo lo que es y no es periodismo. Y llega a España en septiembre.

The Newsroom habla del periodismo que todos soñábamos hacer cuando nos adentrábamos en esto. Y casi podríamos catalogarla como una serie de ciencia-ficción si comparamos con la realidad. Aborda el rigor, el trabajo duro, la adrenalina, la emoción de contar historias, la responsabilidad de saber la trascendencia de tu trabajo, cuando hay personas que vertebran a partir de ahí su opinión. Es el periodismo que me enamoró y que me llevó (cuando tenía la pinta de la chica de arriba de la foto – becaria de Diario de Cádiz) a perseguir mi vocación y mi sueño. Vale que era consciente de que no saldría de lo local, de lo regional, si me apuran, pero el periodismo es periodismo sin necesidad de ejercerlo en un informativo de prime time.

Hoy el periodismo está en la UVI. Hoy nos hemos olvidado de qué era aquello de coger un teléfono. Hoy olvidamos las verdaderas historias. Hoy no hacemos periodismo. Y como llegará un momento en que esto reventará y tendremos que reinventarnos, os he ido dejando enlaces por esta entrada que son para mi como las piedras de Hansel y Gretel, que me sirven para recordar el camino de vuelta a la esencia de lo que esto es. Y no deja de ser fácil. Nos lo cuenta Kapuscinski: «Siempre el principal reto para un periodista está en lograr la excelencia en su calidad profesional y su contenido ético. Cambiaron los medios de coleccionar información y de averiguar, de transmitir y de comunicar, pero el meollo de nuestra profesión sigue siendo el mismo: la lucha y el esfuerzo por una buena calidad profesional y un alto contenido ético. El periodista tiene el mismo objeto que siempre: informar. Hacer bien su trabajo para que el lector pueda entender el mundo que lo rodea, para enterarlo, para enseñarle, para educarlo» (Los cinco sentidos del periodista).

Parece fácil ¿verdad? Pues nada más alejado de la realidad. Y ahora os dejo siete maravillosos minutos de periodismo. Siete. En vena. Para que entendáis a lo que me refiero. Y con Coldplay de banda sonora. «Es una persona. Y es un médico quien determina su muerte, no las noticias». Que la coherencia de Don suene a ciencia ficción…

Palabras en el paladar

Mi ex libris

Mi ex libris

De la voracidad he pasado a la frugalidad. Y no  porque obedezca los paradadigmas de ninguna dieta sino porque el tiempo me arranca posibilidades de disfrutar de la literatura, que no de leer –porque es una de las actividades que llenan mis horas aunque se trate de palabras inertes, técnicas, sin alma, con construcciones administrativas, sin estética, casi sin son–.  Y si antes los libros con los que empapaba mi mente, mi alma, mi desván de palabras y recuerdos se contaban por docenas, ahora apenas si apuro tres páginas mal leídas antes de dar la cabezada de la derrota, justo en ese tiempo que va desde la ducha -que limpia también la mente dejando en el desagüe los problemas acumulados- hasta el abrazo a la almohada; un impass que marca el momento de la noche en que determinadas rutinas rompen otras.

Si en los momentos en que se forjaba mi adolescencia navegaba entre Brujas, o niñas que sobrevivían a guerras injustas, o barrenderos sabios y hombres grises, con un regalo delicioso que respondía a Biblioteca Juvenil Alfaguara, más tarde empecé a adentrarme en la literatura más mayúscula hasta que recibí con toda la ceremonia un ilusionante «Ya tienes edad para leer a Camus» por parte de esa tía que todos tenemos y que alimenta nuestra hambre lectora. Lo dijo entonces, poniendo en mis manos sus obras completas. Y la liturgia que acompañó ese momento, dotando de trascendencia un paso de etapa, hizo que me enganchara a su obra y la devorara con ansiedad.

Como tod@ lector@, he tropezado en mi vida con grandes libros y grandes decepciones –éstos últimos, casi siempre han venido de la mano de obras laureadas y best sellers que apenas sabían a nada–, pero quizás los que más he paladeado han sido aquellos que han supuesto una verdadera sorpresa; obras desconocidas, que llegan a mi mesilla, mis baldas y mis oídos por recomendaciones de otros buenos lectores. Y que acaban reconciliándome con el mundo de las palabras, de la imaginación, de las realidades paralelas, de los personajes imposibles. Porque hay pocas cosas más satisfactorias que una obra que es capaz de hacerte reír o llorar, que te lleva a otros mundos, que te ensambla palabras y construcciones perfectas, ideas nuevas o incluso otras maneras de ofrecerte las manidas.

Me pasó hace poco con «La elegancia del erizo». Hacía mucho que un libro no me hacía disfrutar como lo hizo esta deliciosa historia. Hacía mucho que no me paraba tras leer una frase, para paladearla, para dejar que el buqué me entrara por los sentidos, para captar los matices y apreciar la belleza de lo simple. Sin prisas, sin atropellamientos. Por el mero gusto de leer, de sentir, de pensar. Desmenuzaba las ideas, las frases, los juegos que se desparramaban en la lectura y escudriñaba vidas ajenas que se me antojaban llena de dobleces. Al final, muchas personas son más de lo que parecen –como otras consiguen aparentar más de lo que son– y poder conocerlas en estos gestos mágicos me sigue pareciendo un privilegio. ¡Y que haya quien no lo sepa disfrutar!

Tomo prestado el hashtag de Fernando Casado para esta entrada porque tengo claro, como él dice, que la cultura es salud.