Ese olor

13903366_10209136216830009_5967687334157312870_n

Liturgia de verano (de mi IG)

Ese olor. Ese perfume de las tardes de verano en las que una niña con coletas rubias se asomaba sobre una encimera de formica -que imitaba malamente al granito- para ver cómo, al calor fuerte de una carmela, iban cambiando de color hasta casi mudar la piel.

Siempre la misma liturgia, la que seguía su madre, que entonces lucía un lunar en la frente -que se llevó una cirugía- y un roete prieto -que ha claudicado por la naturaleza rizada de su pelo-, y que ahora imita ella de manera innata: un plástico y un paño cubren aquellos recuperados de la plancha con dedos rápidos, para que suden y se desprendan de la piel con mayor facilidad. Y las manos metidas en faena, y el trámite de eliminar todo, de partirlos, de aliñarlos.

Ese olor. Ese olor que siempre estará compuesto de gotas de verano, con toques de nostalgia, con tintes de hogar y la sonrisa de una madre que le enseña cómo hacerlo bien.

Ese olor que es capaz de transportarle a cuando apenas ganaba un palmo a la encimera y las coletas doradas animaban su cara, siempre curiosa.

«Esto siempre me recuerda a ti, mamá», escribió en whatsapp acompañando una foto con tiras rojas en proceso de aliño.

Ese olor es el verdadero olor de la casa, de la memoria, de la familia. Tan sencillo, tan cotidiano, tan de verdad, que tiene que plegar recuerdos y enjugar las lagrimas ante tanta evocación. La de ese olor.

Aquella noche en Cascais

El piano se hizo magia

No soy capaz de decir cuántas personas nos dábamos cita en ese hipódromo de Cascais, así que dejemos a un lado lo cuantificable, que nunca fue lo mío. Fuéramos las que fuéramos, vivimos en aquella noche –fría, húmeda– de julio una calidez indescriptible, que nos nacía en las entrañas, nos explotaba en la garganta, nos llevaba a danzar, ignorando el confort que ofrecían las sillas.

Probablemente, aquel concierto de jazz propiciaba una escucha sosegada, sentada, acompañando el compás con unos tímidos repiqueteos de dedos, con un movimiento rítmico de los pies. Probablemente, eso era lo que habían previsto los organizadores. O no. Pero lo que encontramos no fue nada de eso porque Jamie Cullum no es jazz, no es sólo jazz, no puede encorsetarse. Es música. En mayúsculas, con su tilde y con todo el respeto que despierta esta palabra y todo lo que significa para muchos, que no para todos.

La música puede hacer cosas increíbles: puede emocionar hasta la risa, hasta las lágrimas; puede arrinconarte en la melancolía o alegrarte la jornada, puede hacerte bailar y botar. Porque la música arrastra y cuando un músico de la talla de Cullum, tan pequeño, tan aniñado, hace de su piano un epicentro sísmico, consigue arrastrar a la multitud a paraísos soñados. Y ya no eres tú dueña de ti. Formas parte de ese universo único que dibuja con su maestría, con su voz, con su impecable ejecución, con su manera de sentir la música. Las notas, las escalas imposibles, los ritmos frenéticos, te toman, te llevan, te elevan, sintiendo cómo formas parte del todo, de esa comunidad, en esa noche mágica.

Y suceden momentos únicos, que paladeas en el momento, que guardas en lo mejor de tu memoria, que recuperas en ocasiones como hoy. Momentos en los que miles de voces son capaces de unirse en las mismas notas, en la misma armonía, en la misma voz. Momentos que hacen que sientas que aquella noche, en aquel sitio mágico, acompañada de personas especiales, viviste algo único que hizo que tu corazón se acompasara con los demás, que siguiera latiendo eufórico aún acabado el concierto. Y te hiciera recordar por qué merece la pena cruzar media península si el objetivo son ratos de felicidad. Aquel sí que fue un buen comienzo para unas vacaciones.

Os dejo en este vídeo el que, quizás, fue el momento más especial de todo el concierto. Llevo ese oh oh oh grabado en el pabellón auditivo, en la mente, en la retina, en las rodillas, en el paladar.

 

Canciones y amigos

Hay pilares que sustentan tu vida, siempre en tenguerengue, siempre veloz. Hay algunos que se comportan como esa suerte de red que soporta tus caídas y te protege de males mayores. Para mí uno son mis amig@s, de los que tiro cada vez que tengo dudas y me lleva la zozobra y para los que procuro estar cuando echan un silbido (o cuando no lo hacen pero intuyo o sé que lo harían). Llevo unos días reflexionando sobre esto por ciertas vivencias que he tenido y he recuperado de la memoria y del baúl de cosas escritas, este Pabellón Autidivo que escribí por estas fechas pero hace como siete años. Aquí os dejo reflexiones pescadas en el tiempo pero que seguiría firmando, aún no siendo la misma que lo hizo entonces.

Sensaciones Compartidas

Intentó rescatar de su memoria aquella melodía pero resultó imposible.Canturreó persistentemente y rebuscó en cada rincón de su mente algún resto de la canción; y nada. ¡Había significado tanto para ella hacía sólo unos meses! «No sería tan buena», concluyó. En un arranque de tenacidad, localizó el disco entre sus estantes y lo reprodujo tan sólo para reafirmarse: «¡Aquel tema era bueno, joder!». Pero ya no le convencía: la música era endeble, las letras, simples y el conjunto, desalentador. No se apenó más de lo necesario porque es inevitable que haya canciones de temporadas, novedades en las que se ponen determinadas ilusiones y que acaban defraudando, y de qué forma. Por contra, hay otras que entran en la vida de uno con timidez, con cierta modestia, pero acaban afianzándose. Las hay buenas, enormemente buenas, pero a las que circunstancias de la vida obligan a dejarlas en la cuneta. Y ésas sí duelen.Y están las canciones importantes, las con mayúsculas, temazos que conforman el cancionero de tu vida, la melodía de tu memoria y la banda sonora de tu bagaje. Son ésas a las que siempre recurres porque siempre están a mano -puede que hayan estado rachas de tiempo olvidadas en la discoteca-; las que evocan recuerdos, las capaces de reconfortar, las que han marcado etapas; las que tarareas casi sin pensarlo. «Al final las canciones son como los amigos», filosofó ella.Y hoy sé que no le falta razón. Porque el resultado de lo que somos se debe a unas y otros, a lo que escuchamos y compartimos.A pesar de que no siempre seamos capaces de reconocerlo.

La pieza que faltaba en mi rompecabezas

Sólo éramos tres amigas que apurábamos la vida universitaria compartiendo piso y vivencias. Sólo éramos tres amigas que apuntábamos inquietudes cinéfilas y literarias por las que cambiábamos noches de botellona. Sólo éramos tres amigas que una noche -hace algo así como trece años ¡Madre del cielo!- salimos entusiasmadas por una joya que acabábamos de disfrutar. Fue en versión original, en los cine Avenida, tan a mano, tan distintos, tan nuestros.

No había vuelto a ver Chasing Amy desde entonces. Y hace unas semanas la recuperé por extraños caprichos del destino -vino con una colección de un periódico- cuando la había buscado por cielo y tierra recogiendo siempre la respuesta de su descatalogación. No había vuelto a ver Persiguiendo a Amy desde entonces y, aunque probablemente yo no sea la misma de aquella época y la película denote el paso de los años -más que nada, en la estética- volví a sentir mucho de lo que hace trienios esta historia me movió.

Y mira que es una película sin pretensiones, tal y como apuntó mi amigo Guille, pero con un guión original, unos diálogos inteligentes, enlazados con mimo, salpicada de guiños frikis que la hacen más encantadora. Persiguiendo a Amy es un canto a lo distinto, a la libertad, a la huida del encorsetamiento pero también es la constatación de cómo los prejuicios acaban desmoronando las mejores intenciones. Es una historia sencilla, de errores, de celos, de amistad, de amor.

Descubrirse como persona, conocerse y tomar determinadas sendas no es tarea fácil («Igual a ti te dijeron que tu camino era de A a B pero a mi no me dieron un mapa» oímos en uno de los diálogos más encendidos) y las frustraciones y los temores asoman cuando se emprenden caminos que no son los habituales. No, definitivamente, amar no es fácil. Y en ocasiones, o la mayor parte de las veces, es demasiada la generosidad que requiere perdonar, olvidar y no mirar atrás, a pesar de tener la constancia de que el otro es «la pieza que le faltaba» al rompecabezas de la vida. Y llega la melancolía, el arrepentimiento y esa sensación de estar siempre «buscando a Amy» (quien lo apunta es el propio director Kevin Smith, en uno de sus habituales cameos en películas propias como Bob el silencioso).

Pues eso, que he vuelto a ver la película 13 años después. Y la he vuelto a saborear, ya sin mis dos amigas al lado y con algunas vivencias engordando la pátina de mi propia vida. Y he vuelto a sentir que el cine no tiene que ser ostentoso, ni costoso, ni espectacular para moverte por dentro. Porque son este tipo de sensaciones que llevan a pegarte a la pantalla, que te hacen llorar o reír, las que hacen que merezca la pena.

P.D. Si os gusta ésta, no os perdáis Dogma, otra de las pelis de este director con un cameo espectacular, por el personaje y por su papel.

Música terapéutica

Hubo una época –que se me antoja en otra dimensión aunque apenas hayan pasado seis años– en la que daba rienda suelta a mis mapas de ideas musicales en unos pequeños artículos de opinión mancomunados en Diario de Cádiz. Tenían el sugerente nombre de «Pabellón auditivo». Eso era cuando me reconocía como redactora, cuando aún no me había pasado al lado oscuro, que es lo que entiende parte de la profesión que significa trabajar para la Administración o un organismo.

Os contaba que hubo una época en la que tenía la aspiración romántica de ser redactora –siempre escrito, siempre en papel- aunque con la rareza de que nunca pretendí ganar un Pulitzer ni desgranar grandes historias y exclusivas, mi aspiración era estar en la calle, aprender de las historias del día a día y beber de esos temas que siempre me han estimulado. Toda esa inocencia se rompió mucho antes de huir hacia mi recientemente descubierta vocación y, como siempre que se quiebran sueños, hay un personaje gris y ruin de por medio que, como jefe, no sólo no estimuló mi entusiasmo sino que fagocitó mi energía. Pero ésa es otra historia.

Así que los «Pabellones auditivos» eran una vía de desfogar mi necesidad de contar, aquella que me llevó tras los pasos del periodismo y ante el ordenador de un periódico; eran una excusa con la que poder escribir con cierta libertad y de un tema que me apasionaba. Abordaba temas variopintos, desde perspectivas diferentes, con el hilo conductor de la música. ¡Qué buen aliado! Hace unos días me acordé de uno de ellos y os lo he querido traer (lo que ha sido posible gracias a la ayuda de Tamara García, compañera del Diario).

En ocasiones releo artículos que escribí entonces, y que amarillean amontonados en mis estanterías, y casi no me reconozco en las palabras dejadas con más esmero que brillantez. Y me sorprende que muchos de ellos no hayan perdido actualidad, que puedan leerse hoy como entonces, que sean atemporales o traten temas que son cíclicos y recurrentes. Será que las historias se repiten, que nada se inventa, y que los sentimientos, las emociones, las canciones y todo lo que nos llega tiene ese halo de imperecedero que hace que hoy, siete años después, vuelva a suscribir mucho de lo que escribí entonces.

Intentaré traeros de vez en cuando estos pabellones auditivos, si no os molesta el momento «revival». Y no porque me falten las ideas, que cuando una tiene incontinencia verbal suele ser también escrita, sino porque forman parte de una época de mi vida que, a pesar de todo y de todos, supuso para mí el despertar a la profesión y la maduración incipiente de quien se acerca a un oficio. Y de la que, a pesar de todo y de todos, guardo un buen recuerdo y mejores amigos. Así que aquí os dejo uno de ellos, no necesariamente el primero pero sí el que me vino a la memoria el otro día.

Balizas para mi alma   23/03/2003

Cada uno echa mano de lo que puede para capotear temporales. Y como una parte de estos instrumentos conciliadores surge un manojo de canciones terapéuticas que se asoman en determinados estados de ánimos como una baliza que indica la entrada a puerto. En arranques de melancolía, cuando duelen las aristas de la tristeza (homenaje), no hay nada como poner un CD de Gardel -de esos que suenan a vinilo- arrancar las lágrimas enconadas en el alma y quedarse como nueva. El desnudo drama de «La cieguita» puede llegar a ser de gran efectividad. En estados de abatimiento, en esas mañanas ralentizadas en las que cuesta tanto trabajo arrancar, no hay nada como un buen ‘chute’ de «Levantito»: la canción del mismo nombre de este efímero grupo tiene fuerza suficiente para acabar con la desgana. «Velha chica», de Dulce Pontes con Valdemar Santos, es una infalible mano que me acuna cuando busco el relax, cuando necesito templar nervios y devolver al baúl en el que estaban los sentimientos y las palabras de reproche. También es una buena solución en casos de rebelión e impotencia «Un bel di vedremo», cantada por la soberbia Callas, todo un ejemplo de armonía que reconcilia a cualquiera con lo que le rodea. Hubo un tiempo en que «Vendrán días», de Manolo García, era una puerta a la esperanza, cuando el pozo era bien profundo. Y cualquier canción de Javier Ruibal viene bien a cualquier momento. Pero de entre todos destaca el salvavidas con mayúsculas, en cuya letra y en cuya música -vitalistas y medio chulescas- me apoyo en los momentos más inciertos: «I will survive» -siempre cantada por Gloria Gaynor-. Y es que, señores, yo ¡sobreviviré!