La primera vez

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Escaleras del metro de Ciudad de México (de mi IG)

Eso sí que es una primera vez. Y es más un regalo que ninguna otra primera vez.

Nada te quitará el vértigo previo de saber si habrá conexión, emoción, piel; si lo que imaginas que ha de llegar permitirá que termine estando a la altura lo que quiera que sea que llegue. Y los acercamientos, las notas primeras, envuelven un halo de expectativas que acarician como toda promesa. Entonces, las palabras van dando en la diana y hay ritmo, son, cadencia…

Escuchar una canción por primera vez sí que es una primera vez. Es un descubrimiento que se te va ofreciendo poco a poco, un hallazgo que llega en las primeras notas, que continúa en el estribillo, que te asalta en los giros. Y hay canciones tan buenas que te tatúan una sonrisa, como a un Indiana Jones ante el templo perdido, porque ese hallazgo es tuyo, se te ha dado a ti. Y no se cae en la siguiente frase, mejor que la de antes; ni en la que viene detrás.

Hay canciones que te dejan con ganas de más, como una buena primera vez. De más de todo esa ola de sentimientos que te ha embargado en esos cuatro minutos de combinación perfecta de música y pensamientos. Y vuelves a escucharla. Y ya no es la primera vez pero no dejas de descubrir nuevos matices y las letras se desnudan de nuevo, de otro modo, con otra entrega. Y esa canción es más tuya porque tú la has descubierto, una y otra vez.

Escuchar una canción por primera vez sí que es un regalo, que mantiene en vilo las ganas. Porque lejos de desenvolverse de una sola vez, como un atragantamiento, se ha desgajado en cachitos, cada uno empaquetadito con su celofán, que vas desprendiendo y saboreando, uno a uno, hasta que descubres la sorpresa global, que se aparece cuando encajan todas la piezas.

Escuchar un disco por primera vez sí que es una primera vez. Es un regalo de regalos. Y hacerlo antes que los demás, es un privilegio que quiero agradecer así. Con toda la modestia.

Molinillo y parálisis

El día en que compré Sueño

El día en que compré Sueño

Las personas a las que admiro me producen parálisis. Nunca sé qué decir, cómo reaccionar, cuando me las presentan, cuando me enfrento a ellas; y a fuerza de no querer parecer lela, acabo siendo la peor versión de lo que pudiera ser. No puedo evitarlo. Mi mente funciona a destajo, buscando algo interesante que decir, desdeñando todas las patochadas que relampaguean, plantando en mi cara una sonrisa estúpida y desordenando mis reacciones.

A Ruibal lo entrevisté cuando trabajaba en Diario de Cádiz. Ya hacia tiempo que su música acompañaba mis días, ya llevaba años alimentándome de su poesía y acompasándome de sus ritmos. Ya compraba, devota, sus discos, apenas salían. Así que a Javier Ruibal lo entrevisté cuando trabajaba Diario de Cádiz. Y frente a Ruibal desplegué la mejor de mis parálisis (que aún hoy perdura).

Apenas si pude articular las preguntas, preparadas. Porque era un Molinillo, y aún ahora, si tuviera que explicar a alguien en qué consistía el Molinillo, creo que no sería capaz de disponer de un argumento convincente. Podría defenderme de un primer asalto de mi interlocutor y asegurar que en esta inconcreción no cabe ni un resquicio de improvisación; o sea, que no es que se dejara todo a una suerte de frenesí de última hora; pero mentiría porque algo del vértigo de no llegar también había. Pero, sobre todo, mi incapacidad para definir esta sección (que se publicó en Diario de Cádiz allá por el 2002) radica en que el concepto del Molinillo se atenía a unas claves que Tano Ramos (el que lo gestó y parió y que contó conmigo como firma alterna) y yo teníamos bien interiorizadas, aunque no fueran explícitas. Algo como «lo tengo todo aquí».

Coincidíamos en que tenía que ser una entrevista diferente a gente diferente. Y por ello huíamos de los “portavoces incondicionales”, aquellos que siempre llenaban las páginas del medio en cuya plantilla nos incluíamos. Sólo dos políticos encontraron un hueco entre nuestro desquiciado elenco de invitados junto al entonces entrenador del Cádiz, a letrados, a voluntarias, arqueólogas, profesores, músicos… Todos tenían un nexo común: se descontextualizaban en parte de lo que eran y representaban y se vestían con un traje de ciudadano que opinaba de la actualidad, que exponía su criterio sobre lo que acontecía a su alrededor.

Así que Ruibal fue uno de los elegidos, por músico, por gente diferente. Porque si. Y en esa descontextualización como ciudadano hace gala de la coherencia y el compromiso que aún hoy, trece años después, le caracteriza; si acaso (ahora) agudizado por la pátina del tiempo, por la experiencia de la madurez; por la vida. Y asombra la vigencia de muchos temas, trienios después.

Podría volver a contar lo que la música de Ruibal significa para mi, pero ya lo he hecho aquí, aquí, aquí. Y no es plan de ponerse empalagosa. Ni caer en lo patológico. Sólo que, aprovechando que esta semana celebra 35 años en la música, aprovecho yo para recuperar esta entrevista, para asombrarme con la actualidad de los temas, para reivindicar al músico y a la persona. Incluso para recordar lo que fui.

Entrevista en Diario de Cádiz. Nociembre de 2002

Entrevista en Diario de Cádiz. Nociembre de 2002

La música esdrújula

Vetusta Morla en #nosinmusicaNo sé qué fascinación ejercen sobre mi, ni por qué. No sé si es la musicalidad, la robustez, la longitud, la tilde… Si pudiera, hablaría sólo en esdrújulas, a riesgo de ser pedante. Y de limitar mi vocabulario a sólo unas 600 palabras. Que a ver dónde cuelo yo un tetragrámaton o un carpetovetónico, sin que me tomen por loca.

Las esdrújulas son como un canto de la acentuación, es la fuerza del acento la que determina la palabra y nos hace resbalarnos sin vértigo desde una cima silábica. He amado en esdrújulas (romántico, también patético, escéptico, cómplice…), he flirteado en esdrújulas (sarcástico, humorístico, sin cópula) y me he carcajeado en esdrújulas.

Me pueden, me ganan, me arrollan, me divierten, me asombran. Exactamente lo mismo que me ocurre con Vetusta Morla, ese grupo que es capaz de poderme, de arrollarme, de divertirme, de asombrarme… Y más: de hacerme gritar hasta la ronquera canciones cómplices, de bailar al centímetro sones lunáticos, de sentir y desgranar cada frase, que tienen algo de caóticas, que tienen algo de cálidas.

Y todo lo que no tiene todo el sentido que le buscamos a las cosas acaba encajando. Y pensamientos que habías escuchado formando parte de un todo, tienen sentido sólo por si. Y canciones que cuentan las emociones de otros acaban siendo tus himnos personales en momentos puntuales, canciones que acabas asociando a personas a las que quieres, a momentos que disfrutaste, incluso a los cínicos que dejaste atrás.

Y termina siendo catártico. Cantar así, bailar así, botar así, fluir así… Las palabras que antes te han tocado el corazón, rebotan ahora y salen escupidas, con fuerza, con liberación, al son de la percusión, de la mano de la fuerza de la voz de Pucho. Y termina siendo eléctrico, dejar que tus pies se muevan, salten, al son de la percusión, al vaivén de las otras miles de almas. Y termina siendo romántico, por qué no, que uno de tus grupos de cabecera, ése que has visto a éste y al otro lado del océano, ése que has memorizado epidérmicamente, termine cantando en tu casa, en tu muelle, en tu mar, en tu noche de julio, uniendo lo áureo y lo doméstico.

Maldita Dulzura, El hombre del saco, Lo que te hace grande, Cuarteles de Invierno, Copenhage, Rey sol, La deriva… Tantas y no todas, nunca suficientes pero sí las necesarias. Sudadas, cantadas, arrolladas en una cálida noche. En casa.

#nosinmúsica! No, por favor. Porque las palabras que no existen nos puede salvar. Y porque las que existen, nos atrapan. Porque la música que nos llena, nos salva seguro. Porque voy a hacer en tu honor inventarios de pánico. Porque lo que anoche vivimos tiene mucho de desorden milimétrico. Porque la música es esdrújula, también. Y mágica, y catártica, y epidérmica.

O no…

¿Seguro?

¿Seguro?

La vida sería más fácil con certezas. Me llevaría a paso firme hacia donde quiera que vaya (que tendría claro) sin desasosiegos, y no con este dudar constante, este cuestionamiento sin final que teje y desteje realidades como una penélope de andar por casa. La vida sería mas fácil con departamentos estancos donde todo está ordenadito y etiquetado, dejando al alcance de la mano lo que eres, lo que quieres, lo que piensas; que necesitas una ración de argumentos categóricos, pues los sacas del cajoncito donde los tienes tan claros y ordenados que da miedo; que tienes que tirar ahora de una de decisiones, pues los localizas en el de al lado, en el que están aquellas que se toman sin titubeos.

Siempre he envidiado en cierta manera (todo en mi tiene matices, pardiez) la labor de las esteticistas. Cada limpieza facial es un protocolo inamovible: limpieza, exfoliación, apertura de poros, extracción, tónico, masaje, mascarilla, recogida y a su templo; cada masaje tiene pasos estipulados y movimientos secuenciados. Esa liturgia tan milimétricamente pautada resulta un maravilloso salvavidas: el de saber en todo momento qué tienes que hacer y qué va a pasar. ¿Cuántas veces bajo la mascarilla añoraba esa seguridad? Las antípodas de lo que soy; y de lo que hago, donde las decisiones forman parte del día, en segundos, condicionadas, presionada… ¡Quién tuviera un puñado de certezas para este susto o muerte!

Y es que no hay otra. Cuando se dio el reparto de seguridades debí de andar aprendiendo cabuyería u orientación por las estrellas, competencias en las que soy ducha pero que nada me sirven para desasosiego cotidiano de no saber, en este continuo «o no» que me acompaña desde que era niña. ¡Si es que hasta para lo más pequeño! Esta semana leía a Risto Mejide hablar de su canción favorita de Sabina. ¿eso existe? ¿Y cómo puede? Yo podría quedarme con un quinteto de ellas, no sin cierto trabajito. Pero hoy no sabría determinar cuál es mi canción favorita de Sabina. O de Ruibal. Ni siquiera un puñado de películas preferidas, que me dejarían en el ahogo de abandonar otras por el camino.

Si, ya sé que la vida es decidir. No soy una ilusa, no; no escurro responsabilidades, tampoco. Sólo que el camino no es fácil, no es cierto, no es claro, no es premonitorio, ni siquiera intuitivo, no es banal. Y envidio a todas esas personas que tienen todo tan claro… hasta en lo más pequeño (o no) como cuál es su canción favorita de su artista (igual también favorito).

Hoy me ha vuelto a pasar leyendo (qué cosas, la mayoría de las las inquietudes me llegan leyendo) una entrevista en Diario de Cádiz donde el personaje, un político (o ex-político) se definía con una facilidad pasmosa, se encasillaba hasta en cinco etiquetas que le describían (o le describirían, condicionémoslo, para no perder la costumbre) a la perfección en distintos aspectos de su vida, en su pensamiento, en su biografía. ¿Sería yo capaz de etiquetarme? Definitivamente no (¡anda!, ¡una certeza!) y menos con rótulos tan gruesos como «reformista», «socialista liberal» o «filósofo crítico», que llegué a leer. Si acaso, podría definirme en unas vacuas obviedades como mi gentilicio, mi lugar de playeo o incluso mi rubia condición, tan condicionante ella.

¡Si es que hasta escribiendo dudo! Mido, sopeso, intercambio, pruebo palabras , hago, deshago; escribo, «des-escribo»… consciente de que hasta estas pequeñas decisiones determinan lo que realmente quiero decir, de que son éstas un valioso instrumento que tampoco puede tomarse a la ligera.

Dice mi amigo Fernando, con quien reflexiono a veces, que su única definición es que es del Atleti ¡Cómo no será nuestro cinismo! Y yo sólo sé que me bandeo como puedo en un mar de dudas del que salgo en contadas ocasiones para tomar aire y volverme a sumergir. Definitivamente, la vida sería más fácil con certezas. O no…

P.D: Visto lo visto, y como formaría parte de ese quinteto, creo que va tomando forma la canción de «Sin Embargo» como la que podría dar como favorita… O… espera…

El tejedor en el foro

Ruibal en el Foro del Tejedor. Su presentación en México

Ruibal en el Foro del Tejedor. Su presentación en México

Foro del Tejedor. Y allí se tejieron una a una miles de notas, de sentimientos, de deseos que llenaron la noche de música y poesía. Afuera llovía, a mares. Y adentro, toda la calidez del sur calentó nuestras almas.

Foro del Tejedor. Y fue el tejedor el que nos fue atrapando con su guitarra sin límites, con su versátil voz, con su música de otros mundos, de este mundo, en una red de coplas que contiene todo el cariño y todo lo de uno mismo que se vierte en la artesanía.

Foro del tejedor. Y ni un resquicio del foro quedó sin música. No sé cómo lo hace el maestro, misterio, para que una guitarra y un trovador regalen tanta música cuando alcanzan esa simbiosis. Ruibal en concierto obra un milagro, y tengo quinquenios asistiendo a él, porque la imposible manera de tocar y los miles de matices de su voz hacen que no necesites más, que no eches en falta más orquestación, que incluso te lleguen a sobrar si están; porque la música de Ruibal es tan honesta, su complejidad es tan sincera que los artificios terminan chirriando.

Me descubrí recitando cual letanía cada una de las letras: Agualuna, Tu nombre, Guárdame, Para llevarte a vivir, el Ave del paraíso. No tiene ciencia, ninguna, Ruibal es probablemente tres cuartas partes de la banda sonora de mi vida. Y tras años de devoto empape de su discografía aún sigo sorprendiéndome, al re-escuchar discos trillados de tantas vueltas, con frases y matices que no había advertido, con sentimientos nuevos que no había encontrado. En el foro del tejedor llegué a emocionarme hasta las lágrimas con todo lo que llegué a sentir. Es parte de la magia de la música. En directo. Y es parte de la magia del tejedor que vino de Cádiz.

Dice Ruibal que sus letras hablan del amor, un amor que nos llena pero no nos satura ni nos limita, que nos acompaña pero no nos atosiga, que es sensualidad, sexo, complicidad, entrega. «Yo quiero que me quieran así», ésa es para el maestro la clave de por qué nos llena su música. Y puede que sea sólo eso. Y yo quiero que me quieran así. Como se llego a querer y a cantar en el Foro del Tejedor, la noche en que Javier Ruibal se presentó en México, la noche en que afuera llovía a mares y dentro nos llenamos de calidez. Y la noche en que me sentí más viñera de postín que nunca. A 8000km de mi casa en la Cruz Verde.

Faltriquera de supervivencia

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Imagen en una calle de Cádiz. Foto de Anago Gutiérrez

Quizás sea porque aún sigo en shock por ver cómo el shock puede que esté orquestado; quizás sea porque la lectura de La Historia Interminable, ese libro que marcó mi adolescencia, me hizo cuidarme de las ciénagas de tristeza que te hacen sentirte tan mal que siempre acaban devorándote; quizás sea porque más tarde Harry Potter trajo a mi vista y mi imaginación a aquellos dementores que te absorben la esperanza y los pensamientos positivos; pero creo que hay enemigos que acechan, malos muy malos que quieren arrebatarnos lo poco que nos queda: la esperanza, la sonrisa. Una vez conseguido, estaremos vencidos, a su merced.

Quizás sea por todo eso, o quizás no, pero como los héroes de mis novelas, estoy empezando a hacer acopio de un arsenal de armas fuertes, invencibles; armas capaces de sacarnos de la ciénaga, cuando estemos a punto de sucumbir; que puedan alejarnos a los dementores, en ese momento en que nos vayan a dar el beso mortal; que mantengan nuestros mejores atributos, prácticamente los únicos ya, a salvo de tanto embate mortal.

De esta forma, cuando entro en bucle, cuando me siento encima la nube negra que llevaba el indio de Lucky Luke, saco de mi particular faltriquera algunos de los ingenios que he ido acumulando; a saber: las mesas y sobremesas con los amigos, a veces filosofando, a veces inventando chirigotas imposibles que nunca vieron la luz -lo cual agradece nuestra imagen-; las confidencias y los gestos con los que no hace falta hablar; los paseos y atardeceres, también algunos amaneceres; las risas, el humor, el ingenio por whatsapp, line y hasta sms; las callejeras, el concurso; los ratos con Guille, con Carmen, con Carlos y sus conversaciones de personita mayor; los libros que huelen y te transportan. Y la música, siempre la música, ésa que es capaz de movernos y removernos, de retorcernos de melancolía o aportarnos el subidón que merecemos.

Yo, de vosotros, iría también haciéndome con uno de éstos porque el invierno está llegando, porque dejarnos abatir por el pesimismo no es más que ponernos a merced de todos los que quieren quitarnos el reino que construimos y que, frente al de mis libros, era de verdad. Y como saber que estáis al otro lado cuando hace falta es otro de mis alicientes, espero que sigamos viéndonos por aquí o por donde se tercie otro año más. Espero que siga habiendo tocamiento de palmas, allegados que publiquen librosmaestros que sigan creando y citas a las que no faltar. Porque todo avituallamiento es poco para lo que nos espera.

Así que os he dejado aquí mis cosas favoritas, al más puro estilo de María en Sonrisas y Lágrimas. Faltarán algunas o incluso muchas pero no era plan de ponerme pesada.

Y como wordpress se ha currado estas estadísticas, pues también os las dejo no sin antes prometer que en breve dejaré de escribir mis cosas y retomaré los casos por los que nació este blog.

Aquí hay un extracto:

600 personas llegaron a la cima del monte Everest in 2012. Este blog tiene 5.900 visitas en 2012. Si cada persona que ha llegado a la cima del monte Everest visitara este blog, se habría tardado 10 años en obtener esas visitas.

Haz click para ver el reporte completo.

Canciones y amigos

Hay pilares que sustentan tu vida, siempre en tenguerengue, siempre veloz. Hay algunos que se comportan como esa suerte de red que soporta tus caídas y te protege de males mayores. Para mí uno son mis amig@s, de los que tiro cada vez que tengo dudas y me lleva la zozobra y para los que procuro estar cuando echan un silbido (o cuando no lo hacen pero intuyo o sé que lo harían). Llevo unos días reflexionando sobre esto por ciertas vivencias que he tenido y he recuperado de la memoria y del baúl de cosas escritas, este Pabellón Autidivo que escribí por estas fechas pero hace como siete años. Aquí os dejo reflexiones pescadas en el tiempo pero que seguiría firmando, aún no siendo la misma que lo hizo entonces.

Sensaciones Compartidas

Intentó rescatar de su memoria aquella melodía pero resultó imposible.Canturreó persistentemente y rebuscó en cada rincón de su mente algún resto de la canción; y nada. ¡Había significado tanto para ella hacía sólo unos meses! «No sería tan buena», concluyó. En un arranque de tenacidad, localizó el disco entre sus estantes y lo reprodujo tan sólo para reafirmarse: «¡Aquel tema era bueno, joder!». Pero ya no le convencía: la música era endeble, las letras, simples y el conjunto, desalentador. No se apenó más de lo necesario porque es inevitable que haya canciones de temporadas, novedades en las que se ponen determinadas ilusiones y que acaban defraudando, y de qué forma. Por contra, hay otras que entran en la vida de uno con timidez, con cierta modestia, pero acaban afianzándose. Las hay buenas, enormemente buenas, pero a las que circunstancias de la vida obligan a dejarlas en la cuneta. Y ésas sí duelen.Y están las canciones importantes, las con mayúsculas, temazos que conforman el cancionero de tu vida, la melodía de tu memoria y la banda sonora de tu bagaje. Son ésas a las que siempre recurres porque siempre están a mano -puede que hayan estado rachas de tiempo olvidadas en la discoteca-; las que evocan recuerdos, las capaces de reconfortar, las que han marcado etapas; las que tarareas casi sin pensarlo. «Al final las canciones son como los amigos», filosofó ella.Y hoy sé que no le falta razón. Porque el resultado de lo que somos se debe a unas y otros, a lo que escuchamos y compartimos.A pesar de que no siempre seamos capaces de reconocerlo.