
Mi compañera de mesilla (Foto de mi IG)
Dudaba. No sabía muy bien qué hacer con aquello. Se veía venir su final, los achaques del paso del tiempo ya estaban haciendo mella, también físicamente. Nada de aquellos inicios lustrosos, de aquella potencia que le hizo elegirla. A modo de eutanasia, sin premeditar, la desconectó de toda alimentación (también la de la triple A) y se mantuvo un rato mirándola. No podía abandonarla, sin más; no podía acabar en la basura, ni siquiera en la parte correspondiente del punto limpio.
Debería haber un sitio donde depositar tantas horas de compañía, de información, de risas, de magia. Debería haber un depósito en el que quedaran las charlas entre susurros que llegaban en noches de desvelo, la adrenalina de las últimas noticias, incluso de las pésimas; las narraciones deportivas -que no le permeaban- y las voces que le había acompañado durante tanto tiempo, casi cada minuto, formando parte de sus ruidos certeros, esos que le dan cercanía, esos que le dan fiabilidad.
Aquella vieja radio no metabolizaría más ondas ertzianas, ni, por ende, más actualidad, ni más análisis, ni más música, ni mas goles; pero le había sido fiel transmisora durante tantos años… atravesando cortinas de la ducha, sueños REM, ruidos de aspiradores y de sofritos haciéndose a fuego lento. Cambiaron las cortinas de ducha, las camas, los baños, los códigos postales, pero las voces que acercaba ese viejo cacharro se mantuvieron en el tiempo y en la distancia.
Dudaba. No sabía qué podía hacer con aquella radio pero seguro que no podía tirarla a la basura, ni al hueco del punto limpio al que quiera que vaya. ¿Dónde van los transistores que mueren, las charlas que callan, las ondas que no son interceptadas, ni deglutidas, ni servidas? ¿Dónde puede acabar la banda sonora hablada que ya no es?