No soy capaz de decir cuántas personas nos dábamos cita en ese hipódromo de Cascais, así que dejemos a un lado lo cuantificable, que nunca fue lo mío. Fuéramos las que fuéramos, vivimos en aquella noche –fría, húmeda– de julio una calidez indescriptible, que nos nacía en las entrañas, nos explotaba en la garganta, nos llevaba a danzar, ignorando el confort que ofrecían las sillas.
Probablemente, aquel concierto de jazz propiciaba una escucha sosegada, sentada, acompañando el compás con unos tímidos repiqueteos de dedos, con un movimiento rítmico de los pies. Probablemente, eso era lo que habían previsto los organizadores. O no. Pero lo que encontramos no fue nada de eso porque Jamie Cullum no es jazz, no es sólo jazz, no puede encorsetarse. Es música. En mayúsculas, con su tilde y con todo el respeto que despierta esta palabra y todo lo que significa para muchos, que no para todos.
La música puede hacer cosas increíbles: puede emocionar hasta la risa, hasta las lágrimas; puede arrinconarte en la melancolía o alegrarte la jornada, puede hacerte bailar y botar. Porque la música arrastra y cuando un músico de la talla de Cullum, tan pequeño, tan aniñado, hace de su piano un epicentro sísmico, consigue arrastrar a la multitud a paraísos soñados. Y ya no eres tú dueña de ti. Formas parte de ese universo único que dibuja con su maestría, con su voz, con su impecable ejecución, con su manera de sentir la música. Las notas, las escalas imposibles, los ritmos frenéticos, te toman, te llevan, te elevan, sintiendo cómo formas parte del todo, de esa comunidad, en esa noche mágica.
Y suceden momentos únicos, que paladeas en el momento, que guardas en lo mejor de tu memoria, que recuperas en ocasiones como hoy. Momentos en los que miles de voces son capaces de unirse en las mismas notas, en la misma armonía, en la misma voz. Momentos que hacen que sientas que aquella noche, en aquel sitio mágico, acompañada de personas especiales, viviste algo único que hizo que tu corazón se acompasara con los demás, que siguiera latiendo eufórico aún acabado el concierto. Y te hiciera recordar por qué merece la pena cruzar media península si el objetivo son ratos de felicidad. Aquel sí que fue un buen comienzo para unas vacaciones.
Os dejo en este vídeo el que, quizás, fue el momento más especial de todo el concierto. Llevo ese oh oh oh grabado en el pabellón auditivo, en la mente, en la retina, en las rodillas, en el paladar.