La música esdrújula

Vetusta Morla en #nosinmusicaNo sé qué fascinación ejercen sobre mi, ni por qué. No sé si es la musicalidad, la robustez, la longitud, la tilde… Si pudiera, hablaría sólo en esdrújulas, a riesgo de ser pedante. Y de limitar mi vocabulario a sólo unas 600 palabras. Que a ver dónde cuelo yo un tetragrámaton o un carpetovetónico, sin que me tomen por loca.

Las esdrújulas son como un canto de la acentuación, es la fuerza del acento la que determina la palabra y nos hace resbalarnos sin vértigo desde una cima silábica. He amado en esdrújulas (romántico, también patético, escéptico, cómplice…), he flirteado en esdrújulas (sarcástico, humorístico, sin cópula) y me he carcajeado en esdrújulas.

Me pueden, me ganan, me arrollan, me divierten, me asombran. Exactamente lo mismo que me ocurre con Vetusta Morla, ese grupo que es capaz de poderme, de arrollarme, de divertirme, de asombrarme… Y más: de hacerme gritar hasta la ronquera canciones cómplices, de bailar al centímetro sones lunáticos, de sentir y desgranar cada frase, que tienen algo de caóticas, que tienen algo de cálidas.

Y todo lo que no tiene todo el sentido que le buscamos a las cosas acaba encajando. Y pensamientos que habías escuchado formando parte de un todo, tienen sentido sólo por si. Y canciones que cuentan las emociones de otros acaban siendo tus himnos personales en momentos puntuales, canciones que acabas asociando a personas a las que quieres, a momentos que disfrutaste, incluso a los cínicos que dejaste atrás.

Y termina siendo catártico. Cantar así, bailar así, botar así, fluir así… Las palabras que antes te han tocado el corazón, rebotan ahora y salen escupidas, con fuerza, con liberación, al son de la percusión, de la mano de la fuerza de la voz de Pucho. Y termina siendo eléctrico, dejar que tus pies se muevan, salten, al son de la percusión, al vaivén de las otras miles de almas. Y termina siendo romántico, por qué no, que uno de tus grupos de cabecera, ése que has visto a éste y al otro lado del océano, ése que has memorizado epidérmicamente, termine cantando en tu casa, en tu muelle, en tu mar, en tu noche de julio, uniendo lo áureo y lo doméstico.

Maldita Dulzura, El hombre del saco, Lo que te hace grande, Cuarteles de Invierno, Copenhage, Rey sol, La deriva… Tantas y no todas, nunca suficientes pero sí las necesarias. Sudadas, cantadas, arrolladas en una cálida noche. En casa.

#nosinmúsica! No, por favor. Porque las palabras que no existen nos puede salvar. Y porque las que existen, nos atrapan. Porque la música que nos llena, nos salva seguro. Porque voy a hacer en tu honor inventarios de pánico. Porque lo que anoche vivimos tiene mucho de desorden milimétrico. Porque la música es esdrújula, también. Y mágica, y catártica, y epidérmica.

El tejedor en el foro

Ruibal en el Foro del Tejedor. Su presentación en México

Ruibal en el Foro del Tejedor. Su presentación en México

Foro del Tejedor. Y allí se tejieron una a una miles de notas, de sentimientos, de deseos que llenaron la noche de música y poesía. Afuera llovía, a mares. Y adentro, toda la calidez del sur calentó nuestras almas.

Foro del Tejedor. Y fue el tejedor el que nos fue atrapando con su guitarra sin límites, con su versátil voz, con su música de otros mundos, de este mundo, en una red de coplas que contiene todo el cariño y todo lo de uno mismo que se vierte en la artesanía.

Foro del tejedor. Y ni un resquicio del foro quedó sin música. No sé cómo lo hace el maestro, misterio, para que una guitarra y un trovador regalen tanta música cuando alcanzan esa simbiosis. Ruibal en concierto obra un milagro, y tengo quinquenios asistiendo a él, porque la imposible manera de tocar y los miles de matices de su voz hacen que no necesites más, que no eches en falta más orquestación, que incluso te lleguen a sobrar si están; porque la música de Ruibal es tan honesta, su complejidad es tan sincera que los artificios terminan chirriando.

Me descubrí recitando cual letanía cada una de las letras: Agualuna, Tu nombre, Guárdame, Para llevarte a vivir, el Ave del paraíso. No tiene ciencia, ninguna, Ruibal es probablemente tres cuartas partes de la banda sonora de mi vida. Y tras años de devoto empape de su discografía aún sigo sorprendiéndome, al re-escuchar discos trillados de tantas vueltas, con frases y matices que no había advertido, con sentimientos nuevos que no había encontrado. En el foro del tejedor llegué a emocionarme hasta las lágrimas con todo lo que llegué a sentir. Es parte de la magia de la música. En directo. Y es parte de la magia del tejedor que vino de Cádiz.

Dice Ruibal que sus letras hablan del amor, un amor que nos llena pero no nos satura ni nos limita, que nos acompaña pero no nos atosiga, que es sensualidad, sexo, complicidad, entrega. «Yo quiero que me quieran así», ésa es para el maestro la clave de por qué nos llena su música. Y puede que sea sólo eso. Y yo quiero que me quieran así. Como se llego a querer y a cantar en el Foro del Tejedor, la noche en que Javier Ruibal se presentó en México, la noche en que afuera llovía a mares y dentro nos llenamos de calidez. Y la noche en que me sentí más viñera de postín que nunca. A 8000km de mi casa en la Cruz Verde.

Infinitas (y mágicas) combinaciones

La Canalla, en el Baluarte

La Canalla, en el Baluarte

Podrían ser una especie de versión sinvergüenza de Penélope, aquella que tejía y destejía cada noche una pieza de tela que nunca vería el final. Podrían ser, sí. Porque ellos tejen y destejen cada noche, cada concierto, piezas de música que nunca serán como el original. Porque un concierto de La Canalla nunca es igual a otro. Aunque tienen la habilidad de que siempre suenan como nunca.

Al final, la música no es más que eso: la infinita combinación de unas contadas notas; unas notas contadas que, en suma y tocadas por la mano mágica de unos enormes músicos, pueden emocionarte, hacerte reír, levantar el ánimo o hasta caer en la nostalgia. Y ellos la combinan como nunca -siempre distinto, nunca igual- porque en este mundo canalla, en esta religión que profesamos unos cuantos, la improvisación, el dejar fluir, el hacer música en mayúsculas es el principal dogma, junto a «no molestar y dejar vivir». Al final, se trata de lo mismo: dejar hacer.

Y no es fácil dejar hacer, sobre todo cuando se trata de música, porque podía llevar al caos y no a la armonía. Pero el magisterio de los tremendos músicos, la frescura y templanza de Chipi, y sobre todo las ganas enormes de disfrutar en ese momento de creación, de inspiración, hacen que la música fluya en mágicas y nuevas combinaciones. Como Penélope, tejiendo y destejiendo.

Así, pudimos atrapar y guardar para siempre –en el paladar y en la memoria– cómo sonó aquella noche Canasto y algodón, la Princesa de Bamako, Perico Papelas o la siempre maravillosa Mujer de fuego.  Que no es como sonaban en estos enlaces, ni como sonaron en otras noches también deliciosas, sino cómo sonaron el viernes, en el Baluarte, en Cádiz, en una cálida noche de agosto, cuando La Canalla estaba a gusto, y se le notaba, rodeada de amigos. En casa.

Los amigos, algunos de ellos, alimentaron esas nuevas versiones, aportando y enriqueciendo. Dame tinto y dime tonto sonaba distinto cuando la marquesa tenía las hechuras y la calidez de Pasión Vega. Y llévame a vivir contigo. Mariana Cornejo, quien no puede ser más Cádiz ni intentándolo, se marcó su maravillosa Maruja en Flor, cantando «por moderno», que mira que es difícil. Tu necesitas que te den, son son. Y el saxo de Pedro Cortejosa, cortejando a la melodía que se iba trazando y complementándose con la trompeta de Julián Sánchez, llenó de nuevos e increíbles matices a Gabriela y a Tes quiero mai lof.

Y cuando se deja hacer, también el carnaval supera al carnaval sin dejar de serlo. Porque los cuplés, los tradicionales cuplés de Los Guatifó, emergen distinto cuando la caja, el bombo y los pitos son sustituidos por la trompeta, la percusión, el contrabajo, el piano. El 3×4 que se viste de jazz o el jazz de 3×4 haciendo que todo suene  a lo de siempre pero tremendamente nuevo. De gran categoría.

Bienvenido y su historia de clases sociales, Palomar y su añejo Tango de Los Luceros, el de «A la plaza de abastos de esta gran población«, terminaron de sembrar la magia y arropar a La Canalla en una noche especial, caída incluída, una noche en la que todos nos sentimos tan a gusto como si estuviéramos donde mejor se está, donde están los amigos, los buenos momentos y la complicidad: en ese bar nuestro de cada día. Donde se tejen y destejen nuevas historias, las cosas de las infinitas combinaciones.

Faltriquera de supervivencia

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Imagen en una calle de Cádiz. Foto de Anago Gutiérrez

Quizás sea porque aún sigo en shock por ver cómo el shock puede que esté orquestado; quizás sea porque la lectura de La Historia Interminable, ese libro que marcó mi adolescencia, me hizo cuidarme de las ciénagas de tristeza que te hacen sentirte tan mal que siempre acaban devorándote; quizás sea porque más tarde Harry Potter trajo a mi vista y mi imaginación a aquellos dementores que te absorben la esperanza y los pensamientos positivos; pero creo que hay enemigos que acechan, malos muy malos que quieren arrebatarnos lo poco que nos queda: la esperanza, la sonrisa. Una vez conseguido, estaremos vencidos, a su merced.

Quizás sea por todo eso, o quizás no, pero como los héroes de mis novelas, estoy empezando a hacer acopio de un arsenal de armas fuertes, invencibles; armas capaces de sacarnos de la ciénaga, cuando estemos a punto de sucumbir; que puedan alejarnos a los dementores, en ese momento en que nos vayan a dar el beso mortal; que mantengan nuestros mejores atributos, prácticamente los únicos ya, a salvo de tanto embate mortal.

De esta forma, cuando entro en bucle, cuando me siento encima la nube negra que llevaba el indio de Lucky Luke, saco de mi particular faltriquera algunos de los ingenios que he ido acumulando; a saber: las mesas y sobremesas con los amigos, a veces filosofando, a veces inventando chirigotas imposibles que nunca vieron la luz -lo cual agradece nuestra imagen-; las confidencias y los gestos con los que no hace falta hablar; los paseos y atardeceres, también algunos amaneceres; las risas, el humor, el ingenio por whatsapp, line y hasta sms; las callejeras, el concurso; los ratos con Guille, con Carmen, con Carlos y sus conversaciones de personita mayor; los libros que huelen y te transportan. Y la música, siempre la música, ésa que es capaz de movernos y removernos, de retorcernos de melancolía o aportarnos el subidón que merecemos.

Yo, de vosotros, iría también haciéndome con uno de éstos porque el invierno está llegando, porque dejarnos abatir por el pesimismo no es más que ponernos a merced de todos los que quieren quitarnos el reino que construimos y que, frente al de mis libros, era de verdad. Y como saber que estáis al otro lado cuando hace falta es otro de mis alicientes, espero que sigamos viéndonos por aquí o por donde se tercie otro año más. Espero que siga habiendo tocamiento de palmas, allegados que publiquen librosmaestros que sigan creando y citas a las que no faltar. Porque todo avituallamiento es poco para lo que nos espera.

Así que os he dejado aquí mis cosas favoritas, al más puro estilo de María en Sonrisas y Lágrimas. Faltarán algunas o incluso muchas pero no era plan de ponerme pesada.

Y como wordpress se ha currado estas estadísticas, pues también os las dejo no sin antes prometer que en breve dejaré de escribir mis cosas y retomaré los casos por los que nació este blog.

Aquí hay un extracto:

600 personas llegaron a la cima del monte Everest in 2012. Este blog tiene 5.900 visitas en 2012. Si cada persona que ha llegado a la cima del monte Everest visitara este blog, se habría tardado 10 años en obtener esas visitas.

Haz click para ver el reporte completo.

Ambrosía y arcoiris

Diva bajo el foco

No es Alicia, no. Pero es capaz de transitar por un país de las maravillas donde nada es lo que parece: un saxofonista que es capaz de tocar dos saxos a la vez, un violonchelista que arranca del violonchelo notas apaisadas, remedando una guitarra… Y ella misma: una mujer frágil a veces, majestuosa casi siempre, cambiante, sinuosa y con una voz con tantos matices que en ocasiones parece pertenecer a una mujer frágil y, en otras, a una majestuosa mujer.

Nada es lo que parece, no. Pero en cambio la música que emanó este particular país de las maravillas era tan real, tan auténtica, tan sublime que entró por los dedos de los piés, que repiqueteaban solos desde el primer instante, hasta llegar a arrebolarte. Porque esa voz que puede llegar a ser tan profunda que te araña tu propio diafragma, tan ronca que rasga el silencio, tan ácida que da escalofríos, tan suave que envuelve tu alma, te toca, aturdiéndote, alucinándote, arrancándote las lágrimas.

Cariño, soy una tonta que cree que es «cool» enamorarse. Lo cantaba una mujer  recogida que, sentada con su guitarra, podía llegar a parecer Holly cantando sobre la ventana Moon River. Pero era sólo un espejismo. Les etoiles salía de una enorme mujer de infinito traje negro, infinitos taconazos y turbador turbante que plantada sobre el escenario jugueteaba con las manos pellizcando el silencio. My one and only thrill era obra de una pianista potente y dulce, que acompasaba martilleantes compases con una voz entre melancólica y potente.

Y todas estas mujeres que es sólo una nos tomó de la mano y nos llevó por cientos de sitios, nos arrastró del éxtasis a la melancolía, del ritmo al escalofrío con su música auténtica y su voz tan personal. Apoyados en su calidez y no en su bastón, volamos a Lisboa, paseamos por Brasil, e invocamos a dioses que nos llevaron a un ritmo sin fin.

Acabamos, igual no hay otra manera de hacerlo con ella, en ese lugar sobre el arcoiris, que puede que sea el mismo que buscaba Dorothy pero que evidentemente no tiene nada que ver. El arcoiris de Melody tiene más de siete colores porque capta y refleja más luz, toda la que es capaz de emanar una diosa, una diva, una mujer increíble. Un ser sobrenatural que te da de beber en cada nota, en cada matiz, la ambrosía que sólo está reservada para los elegidos. Los que tuvimos la suerte de estar ayer en El Maestranza.

P.D. Y como me tienen que matar para no contarlo, tuve el privilegio de acercarme a ella, hablar (le dicen hablar al balbuceo chorrra que protagonicé) con ella y que me firmara disco. Momento que recoge esta foto y toda la cara de panoli que soy capaz de tener en situaciones que me sobrepasan. De los subidones post concierto, los saltitos por la calle y la felicidad más etérea, hablaremos otro día

Con Melody

Rumbo a paraísos soñados

El clandestino del Puerto recaló en el Lope de Vega

Quizás sea difícil trazar mapamundis de sitios soñados en la baja espalda de una dama, sobre todo para quienes carecemos de toda destreza al mando de un lápiz o un pincel; pero más difícil se me antoja que, al socaire de estas historias que iban dibujándose ante nuestros ojos, las letras y las músicas despejen nuestro horizonte y nos lleve a paraísos soñados. Complicada travesía, la que nos tenían preparada La Canalla y Javier Ruibal por mares de coplas cien veces cantadas, por lugares recónditos que no aparecen en los mapas de la música estereotipada, por seductoras melodías y letras de una cotidiana riqueza que asombra.

En esa singladura pasamos por la Base de Rota y su Boca de Rosa (¡qué de tiempo!) por el Manhattan sin gloria, o esa paradisíaca Isla Mujeres que descubrí en lo recóndito de la vida de la mano de David Broza. Y como la magia de transportarte es inherente a la música, seguimos nuestra ruta sin planos, sin brújula, sin prisas por el Infinito universo de las cosas, acompañamos al «tirao» en sus aventuras y nos acompasamos con requiebros imposibles contando los lunares de un bambo. Y todo eso por el don de lenguas de Chipi, que domina el italiano (la única copla que canto en esta lengua a pesar de los peñazos de La Serenísima) y le pega al inglés de categoría; pero, sobre todo, porque las músicas que interpretan beben de cientos de mares, del sur de unos y otros continentes; y porque viajar no es más que saciar la curiosidad de conocer otras culturas, beber de otros ritmos, contaminarte de historias ajenas.

Súmenle la poesía («ay, si le hubiera entendido el día que me pidió: quiéreme un poquito menos pero quiéreme mejor»), la coherencia, el hiperrealismo que desborda Chipi (su dedicatoria-alegato en defensa de los estudiantes de Valencia llegó al cerebro y al alma). Súmenle la veteranía, la prestancia de Ruibal. Y háganse cargo de que aquella noche, en aquel teatro que no era el Falla pero casi (más de la mitad del público estaba-mos- censado más allá del peaje) se daban cita dos de mis devociones musicales, dos de los artistas cuyas letras soy capaz de tararear con devota actitud. Por eso se me hizo la magia y por ello no me hizo falta llegarle a encontrar un hilo a la historia o a esa propuesta conjunta. Y por eso hoy os lo cuento dejándome llevar por mucho de lo que allí sentí, rodeada de amigos, que la magia compartida tiene mucho más encanto y potencial.

Os dejo un resumen del concierto de agosto para que os hagáis una idea.

Lo que os hace grande

La fuerza del concierto

Esa noche cambiamos los ordenadores, las mesas, las notas de prensa, las prisas y las presiones por los vaqueros, las zapatillas, las cervezas y la música. Esa noche no éramos el equipo de comunicación (o parte) sino unas amigas que íbamos de concierto. Esa noche compartimos pizza, compartimos saltos, coreamos juntas y desfogamos tensión. Esa noche mis #queridasniñas demostraron que parte de lo que les hace grandes es que trascienden el trabajo, que comparten más que una labor, que se unen por lazos más gruesos que el mero «compañera de curro». Esa noche, como intento siempre, yo era una más, orgullosa de lo que allí viví y de lo que vivo cada día a su lado.

No sé si es muy ortodoxo ir de concierto con tu equipo porque nunca fui a escuelas de gestión, ni sé de liderazgo, ni tan siquiera me había planteado nunca dirigir un grupo tan grande de personas. Igual quienes saben de esto me dicen que no. Pero no albergo ninguna duda de que es fantástico encontrarte con personas que te aguantan, te sustentan, te complementan y se preocupan por ti fuera de terrenos laborales y disfrutar de la compañía de gente a la que quieres. Y de eso es de lo que se trató.

Así que nos unimos todas en una noche mágica, nos unimos a miles de gargantas que desgañitaban letras sin hueco para el olvido. Porque las canciones de Vetusta Morla se corean al unísono, las letras se tatúan en la mente y desde ahí, cuando también han pasado por el corazón y las entretelas, se derrochan a voz en grito, independientemente de si estás en el coche, en la ducha o rodeada de miles de personas. Estos conciertos tienen algo de catarsis colectiva, tienen algo de devota fascinación, tienen algo de dejarse llevar por una música y unas letras que remueven conciencias, que comulgan con tu cotidianidad, que rompen estereotipos, que suenan diferente.

Podría hablar de la fuerza del grupo, de cómo suena en directo (qué magia tiene la música en directo), de la sorpresiva potencia de Pucho, que gana en vivo, o de cómo en esos momentos te olvidas de todo y sólo actúas movida por la fuerza de las notas, por los ritmos de las baterías, por la marea de coros que fluye a tu alrededor. Pero muchos habréis ido a un concierto de estos y sabéis de lo que os hablo. La magia de éste fue la suma de todo eso y de lo que disfruté con Isabel, Lydia, Úrsula o María (y, por extensión, con Estrella, Sandra, Iara o Pilar). Y no era la #hembraalfa, no tomaba decisiones, no me comía la cabeza viendo de qué manera podía potenciar las competencias de cada una, tan distintas, tan complementarias, sólo cantaba, bailaba, saltaba y reía con mis amigas. Y eso nos hace grandes. Creo yo.

Aquellas semillas que germinan

Ruibal en concierto

No cumpliría los ocho años (igual ni los seis –soy tan mala calculando edades–) pero sus ojos claros y pizpiretos se elevaban cada poco para ver si comenzaba el concierto. De vez en cuando preguntaba a los padres, sentados en la primera fila: ¿cuándo empieza? Y mientras esperábamos –yo estaba allí, al lado– canturreaba descuidadamente las letras de Isla Mujeres, como un juego; una canción que venía grande a su pequeño cuerpo, a su aún poco nutrido vocabulario, a su recámara musical.

No sé si fue por la cara que se me quedó, entre asombrada y admirada, o, precisamente porque no le quitaba el ojo a esta pequeña rubiasca que compartía admiración y cancionero conmigo (quien le ganaba una buena porción de años) que me gané una explicación del padre: «en casa escuchamos mucho a Ruibal y a ella le encanta». Y abundó en que se sabía las canciones de memoria y que ya tenía alguna que otra foto con el artista, al que admiraba enormemente («en lo de la foto me gana», pensé. Nunca he tenido el arrojo suficiente como para pedirla).

Disfrutamos del concierto, separadas apenas por unos metros, y le echaba miradas furtivas. Y no podía más que sonreír al ver cómo seguía, tozuda, deshojando frases de las canciones mientras el maestro nos deleitaba con uno de sus conciertos (que son únicos, que tienen personalidad, que no se repiten, que tienen magia, aunque eso requiere de otra entrada). Y reflexionaba sobre lo importante que para los peques es el ambiente en el que crecen, la cultura de la que se rodean, las inquietudes que sus educadores son capaces de inculcarles, la curiosidad que cada día pueden despertar en ellos. Al final, todas son semillas que logran germinar haciendo personas más ricas, más inteligentes, más curiosas, más inquietas.

Aquella niña tenía edad de Cantajuegos, o de Patito Feo o de lo que quiera que escuchen ahora los niños de esa edad. Pero admiraba a un cantante que puede aportarle ritmos diferentes y mestizos, letras nada encorsetadas y de una enorme riqueza, y matices únicos. Igual a vosotr@s os suene pedante esa precocidad pero a mi me pareció un estupendo legado en la conformación de la personalidad de esa niña. Aunque probablemente me deje llevar por mi devoción ruibalista.

De estas reflexiones también disfruté aquella noche de La Mercè, en septiembre, en una Barcelona que siempre tiene la capacidad de fascinarme, con un Ruibal que nunca deja de removerme por dentro y con amigas con las que echamos risas y gastronomía. Creo que se puede pedir poco más. Y llevo tiempo queriendo contároslo.

Aquella noche en Cascais

El piano se hizo magia

No soy capaz de decir cuántas personas nos dábamos cita en ese hipódromo de Cascais, así que dejemos a un lado lo cuantificable, que nunca fue lo mío. Fuéramos las que fuéramos, vivimos en aquella noche –fría, húmeda– de julio una calidez indescriptible, que nos nacía en las entrañas, nos explotaba en la garganta, nos llevaba a danzar, ignorando el confort que ofrecían las sillas.

Probablemente, aquel concierto de jazz propiciaba una escucha sosegada, sentada, acompañando el compás con unos tímidos repiqueteos de dedos, con un movimiento rítmico de los pies. Probablemente, eso era lo que habían previsto los organizadores. O no. Pero lo que encontramos no fue nada de eso porque Jamie Cullum no es jazz, no es sólo jazz, no puede encorsetarse. Es música. En mayúsculas, con su tilde y con todo el respeto que despierta esta palabra y todo lo que significa para muchos, que no para todos.

La música puede hacer cosas increíbles: puede emocionar hasta la risa, hasta las lágrimas; puede arrinconarte en la melancolía o alegrarte la jornada, puede hacerte bailar y botar. Porque la música arrastra y cuando un músico de la talla de Cullum, tan pequeño, tan aniñado, hace de su piano un epicentro sísmico, consigue arrastrar a la multitud a paraísos soñados. Y ya no eres tú dueña de ti. Formas parte de ese universo único que dibuja con su maestría, con su voz, con su impecable ejecución, con su manera de sentir la música. Las notas, las escalas imposibles, los ritmos frenéticos, te toman, te llevan, te elevan, sintiendo cómo formas parte del todo, de esa comunidad, en esa noche mágica.

Y suceden momentos únicos, que paladeas en el momento, que guardas en lo mejor de tu memoria, que recuperas en ocasiones como hoy. Momentos en los que miles de voces son capaces de unirse en las mismas notas, en la misma armonía, en la misma voz. Momentos que hacen que sientas que aquella noche, en aquel sitio mágico, acompañada de personas especiales, viviste algo único que hizo que tu corazón se acompasara con los demás, que siguiera latiendo eufórico aún acabado el concierto. Y te hiciera recordar por qué merece la pena cruzar media península si el objetivo son ratos de felicidad. Aquel sí que fue un buen comienzo para unas vacaciones.

Os dejo en este vídeo el que, quizás, fue el momento más especial de todo el concierto. Llevo ese oh oh oh grabado en el pabellón auditivo, en la mente, en la retina, en las rodillas, en el paladar.

 

Canciones y amigos

Hay pilares que sustentan tu vida, siempre en tenguerengue, siempre veloz. Hay algunos que se comportan como esa suerte de red que soporta tus caídas y te protege de males mayores. Para mí uno son mis amig@s, de los que tiro cada vez que tengo dudas y me lleva la zozobra y para los que procuro estar cuando echan un silbido (o cuando no lo hacen pero intuyo o sé que lo harían). Llevo unos días reflexionando sobre esto por ciertas vivencias que he tenido y he recuperado de la memoria y del baúl de cosas escritas, este Pabellón Autidivo que escribí por estas fechas pero hace como siete años. Aquí os dejo reflexiones pescadas en el tiempo pero que seguiría firmando, aún no siendo la misma que lo hizo entonces.

Sensaciones Compartidas

Intentó rescatar de su memoria aquella melodía pero resultó imposible.Canturreó persistentemente y rebuscó en cada rincón de su mente algún resto de la canción; y nada. ¡Había significado tanto para ella hacía sólo unos meses! «No sería tan buena», concluyó. En un arranque de tenacidad, localizó el disco entre sus estantes y lo reprodujo tan sólo para reafirmarse: «¡Aquel tema era bueno, joder!». Pero ya no le convencía: la música era endeble, las letras, simples y el conjunto, desalentador. No se apenó más de lo necesario porque es inevitable que haya canciones de temporadas, novedades en las que se ponen determinadas ilusiones y que acaban defraudando, y de qué forma. Por contra, hay otras que entran en la vida de uno con timidez, con cierta modestia, pero acaban afianzándose. Las hay buenas, enormemente buenas, pero a las que circunstancias de la vida obligan a dejarlas en la cuneta. Y ésas sí duelen.Y están las canciones importantes, las con mayúsculas, temazos que conforman el cancionero de tu vida, la melodía de tu memoria y la banda sonora de tu bagaje. Son ésas a las que siempre recurres porque siempre están a mano -puede que hayan estado rachas de tiempo olvidadas en la discoteca-; las que evocan recuerdos, las capaces de reconfortar, las que han marcado etapas; las que tarareas casi sin pensarlo. «Al final las canciones son como los amigos», filosofó ella.Y hoy sé que no le falta razón. Porque el resultado de lo que somos se debe a unas y otros, a lo que escuchamos y compartimos.A pesar de que no siempre seamos capaces de reconocerlo.