¿Valiente?

El oso que quiso salirse del estante

El oso que quiso salirse del estante

¿Valiente? No creo. Osada, si acaso. No llaméis valentía a no querer pensar en qué pasará por no quedarte en el intento. A no mirar atrás bajo ninguna circunstancia por evitar arrepentimientos que terminen pesándote hasta el final de tu días. A no medir jugadas futuras por no anticiparte a lo que pueda o no suceder. Ya ocurrirá. Ya veremos qué hacemos. Entonces. Si sucede.

¿Valiente? No creo. Si acaso suicida. Como los jugadores de un humor amarillo que es la vida, donde terminas ostiándote contra todo sin más protección que un ridículo vestido de foam. Sabes que acabarás colgando de un abismo, llena de cardenales y probablemente soportando un chaparrón de risas ajenas. Y todo eso con una chichonera atroz. Pero la adrenalina de intentarlo, incluso en ocasiones, de conseguirlo, termina empujándote de nuevo al reto. ¿Y si…?

¿Valiente? No creo. Seguro que tozuda (o «seguía», en mi tierra). El miedo no va a poder conmigo, hace tiempo que lo decidí. El miedo paraliza y te hace perderte demasiado de esta vida que se cuenta por minutos que desaparecen para siempre. Que son son tres días y dos hace Levante, así que para qué malgastar el tiempo protegiéndote de vivencias que al final es que tienen también que llenarte -para bien o para mal-, tienen también que enriquecerte -para bien o para mal-, terminan siendo las que conforman tu vida, como una caótica colcha de patchwork. Y no hay nada de lo que no seas capaz con un paso, inspiración, barrida. Y lo que no llega, ni modo, que queda mucho por vivir y hacer.

¿Valiente? No creo. Puede que simple. Por ir despejando ecuaciones con demasiadas incógnitas. Es todo mucho más sencillo. Una sola x. Se quiere o no se quiere. Se está o no se está. Se apuesta o no se apuesta. Se quiere, se está, se apuesta. Porque no hacerlo es no vivir en preventivo, daños colaterales en forma de inacción, comodidad usurpadora de la esencia misma de esto que hacemos cada día. Se arriesga, se pierde, se sigue, se aprende. O no se pierde, y se sigue, y se aprende.

En ocasiones me quedo rumiando palabras. Veces en las que, ideas probablemente dichas sin más por el otro, se me hacen bola en la mente y tienen una digestión lenta, regurgitándome a veces cuando no debiera. Parte de estos post tienen que ver con eso, con ideas enconadas.

Así que no me digáis más valiente. Decidme suicida, simple, tozuda, osada. Porque no pensar de más no es recomendable, vale, pero sí es mi solución. Que de todo se sale, como algún día me tatuaré en el pecho. Porque no me conformo con menos. ¿A poco se puede estar «demasiado algo» alguna vez? ¿Demasiado a gusto? ¿Demasiado feliz? Me rebelo, oiga. Porque mirar atrás encadena. Tanto como mirar demasiado al horizonte, que da vértigo.

Así que no me digáis valiente. Tal vez sólo sea libre -practicante y ejerciente-. Por no querer arrepentirme sólo de lo que no he llegado a hacer. Porque la vida hay que bebérsela sorbo a sorbo, como el tequila. Reposado. Pero bebérsela. Y saborearla. Aunque a veces amargue.

Sin piedad

Escultura en el Museo de Miami

Escultura en el Museo de Miami

La vida es también medirse: sin más vara que la que tú te has confeccionado, distorsionada, atroz. La tuya es la más dura de las varas, la más exigente de las pautas, la más intransigente de las percepciones.

La vida no es más que medirse: ser consciente de hasta dónde puedes llegar, conocer tus límites (y no es sólo en lo profesional). Hasta que no estés allí no sabrás que ése es tu nivel de incompetencia; en el caso de que seas capaz de identificarlo.

Medirte es una tiranía autoimpuesta en la que eres verdugo y castigado, en la que no hay margen ni piedad: «yo tengo que poder con esto» aunque te tiemblen las manos y el alma, aunque el vértigo te lleve al filo de la claudicación, aunque hipoteques tu vida en el intento. Sin saber si realmente hay un sitio en el que parar; una pared en la que poner el pie y rebelarte o si en medio de un reto suena un silbato que te avisa: «ya es suficiente». Fin del partido.

Los que cuestan son los retos que nos imponemos nosotros y la que machaca es la soberbia de no reconocer las derrotas, ni asimilar e integrar los errores, que no dejan de ser parte de tu aprendizaje. Son los errores, los que se tatúan en tu memoria y te llegan a mortificar, cuando no son los que te agarran de los tobillos, te bajan de allá donde te encuentres, recordándote tus limitaciones. Son los errores una parte tan importante de lo que eres como lo son los aciertos: el yin y el yan; la dicotomía que te hace crecer y evolucionar en la alegría y en la tristeza, en la prosperidad y en la adversidad. Siempre que tengas un atisbo de humildad, el justo para reconocer que tú también te equivocas.

Y hay errores que duelen más que otros: los que conllevan hacer daño a las personas que quieres, perjudicarlas de alguna manera. Esos pesan, se pegan a la chepa, se agarran a la almohada, te abocan al desvelo cuando la responsabilidad no se limita a tu ámbito sino al más allá, cuando hay quienes dependen de ti, cuando te han encomendado intereses ajenos. Pero estos errores que se pegan a la chepa y que te jalan de los tobillos no pueden atarte para siempre, dejarte clavado al suelo, sin permitirte dar ni un paso nuevo, no ya volar. No pueden invalidarte ni bloquearte porque te hayan desprovisto de un plumazo de todos los puntos que pudieras conseguir en esa exigente medición a la que te sometes

La vida no es más que medirse. Aflójale tantito.