De la voracidad he pasado a la frugalidad. Y no porque obedezca los paradadigmas de ninguna dieta sino porque el tiempo me arranca posibilidades de disfrutar de la literatura, que no de leer –porque es una de las actividades que llenan mis horas aunque se trate de palabras inertes, técnicas, sin alma, con construcciones administrativas, sin estética, casi sin son–. Y si antes los libros con los que empapaba mi mente, mi alma, mi desván de palabras y recuerdos se contaban por docenas, ahora apenas si apuro tres páginas mal leídas antes de dar la cabezada de la derrota, justo en ese tiempo que va desde la ducha -que limpia también la mente dejando en el desagüe los problemas acumulados- hasta el abrazo a la almohada; un impass que marca el momento de la noche en que determinadas rutinas rompen otras.
Si en los momentos en que se forjaba mi adolescencia navegaba entre Brujas, o niñas que sobrevivían a guerras injustas, o barrenderos sabios y hombres grises, con un regalo delicioso que respondía a Biblioteca Juvenil Alfaguara, más tarde empecé a adentrarme en la literatura más mayúscula hasta que recibí con toda la ceremonia un ilusionante «Ya tienes edad para leer a Camus» por parte de esa tía que todos tenemos y que alimenta nuestra hambre lectora. Lo dijo entonces, poniendo en mis manos sus obras completas. Y la liturgia que acompañó ese momento, dotando de trascendencia un paso de etapa, hizo que me enganchara a su obra y la devorara con ansiedad.
Como tod@ lector@, he tropezado en mi vida con grandes libros y grandes decepciones –éstos últimos, casi siempre han venido de la mano de obras laureadas y best sellers que apenas sabían a nada–, pero quizás los que más he paladeado han sido aquellos que han supuesto una verdadera sorpresa; obras desconocidas, que llegan a mi mesilla, mis baldas y mis oídos por recomendaciones de otros buenos lectores. Y que acaban reconciliándome con el mundo de las palabras, de la imaginación, de las realidades paralelas, de los personajes imposibles. Porque hay pocas cosas más satisfactorias que una obra que es capaz de hacerte reír o llorar, que te lleva a otros mundos, que te ensambla palabras y construcciones perfectas, ideas nuevas o incluso otras maneras de ofrecerte las manidas.
Me pasó hace poco con «La elegancia del erizo». Hacía mucho que un libro no me hacía disfrutar como lo hizo esta deliciosa historia. Hacía mucho que no me paraba tras leer una frase, para paladearla, para dejar que el buqué me entrara por los sentidos, para captar los matices y apreciar la belleza de lo simple. Sin prisas, sin atropellamientos. Por el mero gusto de leer, de sentir, de pensar. Desmenuzaba las ideas, las frases, los juegos que se desparramaban en la lectura y escudriñaba vidas ajenas que se me antojaban llena de dobleces. Al final, muchas personas son más de lo que parecen –como otras consiguen aparentar más de lo que son– y poder conocerlas en estos gestos mágicos me sigue pareciendo un privilegio. ¡Y que haya quien no lo sepa disfrutar!
Tomo prestado el hashtag de Fernando Casado para esta entrada porque tengo claro, como él dice, que la cultura es salud.